Crónica de una regresión anunciada

Por Mariano Grimoldi

El plan económico más previsiblemente recesivo de la historia ha cumplido un año desde su puesta en funcionamiento. Doce meses en los que, a pesar de haber seguido lineamientos muy bien fundamentados desde lo teórico, la realidad se presentó esquiva, incluso para alcanzar los objetivos más básicos, independientemente de la valoración que de los mismos se haga.

La primera decisión importante fue la («exitosa») salida del cepo cambiario. Es decir, la eliminación más o menos brusca de los instrumentos de control de cambios, para unificar el valor del dólar. Esto incluyó no solamente el permiso amplio para la adquisición minorista de divisas, sino la liberación para las remesas al exterior por parte de empresas, la eliminación de retenciones (que operaban como instrumento para la generación de un tipo de cambio diferencial para distintos sectores productivos) y, subsidiariamente, la agilización de los trámites de importación.

Las consecuencias del “éxito” fueron varias:

-La primera, en orden de importancia, la tremenda corrección de precios internos. No se cumplió en absoluto el pronóstico de que no iba a haber grandes cambios en los precios de los transables debido a que los mismos ya se habían acomodado al valor del dólar blue. Algunos alimentos pegaron saltos de precio de 80% o 100% (pan) gracias a la confluencia de la devaluación del tipo de cambio oficial (el que rige las operaciones de mercado externo) más la eliminación de retenciones (que ofrece un mecanismo de control adicional sobre esos mismos precios).

-La cotización del dólar oficial confluyó a los valores que ya mostraba alguna de las cotizaciones financieras alternativas durante la etapa del cepo: pasó entonces a cotizar al valor que el mercado había establecido para la fuga financiera de divisas, mejor conocida como contado con liqui.

-El hecho anterior fue apuntalado por la decisión del BCRA de establecer metas de inflación a partir del manejo de los agregados monetarios mediante el uso de las tasas de interés. Las mismas iniciaron el período en un exorbitante 38% (que, a priori, eran consideradas positivas; o sea, que iban a superar largamente la inflación anual, prevista por el gobierno nacional en 25%).

-En ese contexto, el gobierno nacional decidió –tal vez cansado de esperar la llegada de inversión externa genuina– utilizar un margen extraordinario que le había dejado la administración anterior como parte de la pesada herencia. El nivel de endeudamiento externo era bajísimo, por lo cual se procedió a aumentarlo raudamente para que el Central contara con el stock de divisas necesario para mantener fijo el valor del dólar post-devaluación. El puntapié inicial de esta política fue el acuerdo con los holdouts en el juzgado de Griesa. Pago completo cash. Señal inconfundible de cesión absoluta. Pasamos a ser mendigos de dólares financieros internacionales.

-Este esquema, junto con la combinación de tipo de cambio fijo y altas tasas de interés, es ideal para la especulación financiera. Un extranjero trae dólares, los cambia por pesos, los pone a plazo fijo a tres meses, cuando vence los vuelve a cambiar por dólares y se los lleva. Ganancia neta: casi 10% en dólares en tres meses. Un motivo más para la aceleración de la fuga de divisas.

Primer corolario de los cambios operados: valorización financiera. Cuya contracara es desvalorización productiva, debido a las altísimas tasas de interés. El sector productivo sufrió golpes adicionales importantes (eso no iba a ser todo): el primero, la competencia externa que, a medida que se liberan las importaciones y suben los precios internos, se hace más amenazante.

Pero el ajuste más importante se dio por la suba de costos de la energía (400%, promedio) y la caída estrepitosa del consumo debida a una actualización mediocre de los salarios y transferencias (31%) en relación a una movilidad de precios que no baja del 44% interanual (la previsión de 25% resultó ser… falsa, lo cual contrasta fuertemente con el discurso del Gobierno, que se ufana de decir la verdad); y que en el caso de algunos alimentos, como ya dijimos, llega hasta 100%.

-La tenaza múltiple sobre el sector productivo fue implacable: por un lado, la corrección de precios relativos (entre ellos el del dólar) al nivel de competitividad conveniente para actividades tradicionales y financieras; además, la caída calamitosa del mercado interno por desplome de la capacidad de consumo del 80% de la población; por otro lado, el fortalecimiento de la competencia extranjera por relajamiento de controles y costos internos más altos (salvo el salario, que les significó a los empleadores la vía de recomposición de sus márgenes de utilidad, aunque se les vino como un boomerang cuando se verificó la ya mencionada caída del consumo); y por último, la caída profunda de la demanda internacional, que no se recupera.

Resultado: menos consumo, menos producción, menos empleo. El círculo vicioso recesivo.

Contrariamente a lo que se dice, hay motivos para pensar que esta recesión fue buscada: porque el objetivo era frenar la inflación, mientras se recomponían los márgenes de retorno de la inversión.
A propósito, el retorno de la inversión fue puesto como el elemento ordenador central de toda la vida socioeconómica argentina. Todo lo demás (empleo, consumo, salarios, otros ingresos, etc.) quedó supeditado a que el retorno de la inversión en niveles suculentos se viera garantizado. Inversión que, además, como ya vimos, priorizaba beneficios en su versión financiera.

Valorización financiera y tasa de retorno de la inversión garantizada como paliativos de la inflación, que, lejos de ser combatida como el “monstruo que crea pobres”, lo es justamente por la imprevisibilidad que brinda al contexto, lo cual contraería la capacidad inversora, justamente porque un esquema inflacionario incentiva la necesidad de recomponer salarios progresivamente, avanzando contra los márgenes de rentabilidad, en series de flujos y reflujos, que son llamadas, a veces, puja distributiva). El problema no es sólo que el esquema definido por Mauricio Macri, como cualquier otro, provoca –per se– pérdidas y ganancias a distintas facciones del capital, así como a distintas franjas de las clases subalternas. Sino que, además, no funcionó.

Generó una recesión profunda, que, prolongada, no le sirve de mucho a nadie; para, finalmente, encontrarnos, un año después, con una inflación de lo más lozana. Del doble que el año pasado. Con un índice de precios que desde 2002 no cerraba a un valor anual tan alto. Obviamente, las previsiones se enfocan en que el índice de inflación irá disminuyendo. Pero el ritmo de desaceleración es muchísimo más lento que el esperado.

Muchas veces escuchamos, mientras gobernaban otros, a actuales funcionarios decir que una (hipotética, a futuro) estanflación –o sea, inflación con recesión– era el peor de los escenarios posibles. Bueno, ya en el gobierno, es el fruto que primero cosecharon. Una situación demasiado compleja y con consecuencias devastadoras para mucha gente que no permitiría, si no fuese a base de cinismo, sostener como mérito de gobierno “haber evitado una crisis”. Porque, de hecho, no la evitaron. Se metieron en el medio. A la vista de los resultados, y más por pronósticos electorales sombríos de cara a la renovación legislativa que por sensibilidad social o por convicción ideológica, el gobierno se apresta ahora a desandar aunque sea levemente ese camino.

La disciplina fiscal, que en algún momento se pregonó, terminó siendo abandonada. Un poco a la fuerza, porque la obvia caída de la actividad iba ineludiblemente a reducir (como fue anticipado) los ingresos fiscales, de manera que la reducción del déficit iba a requerir recortes inviables que, si de todas formas se hacían, terminarían provocando más caída en la actividad y por ende menos recaudación. Al menos ese círculo vicioso se evitó. E incluso se lo corrigió, prometiendo fortalecer, para las fiestas de fin de año algunas políticas (heredadas) de asistencia a las economías populares y de transferencias a los sectores más bajos de la población, en una de las pocas medidas virtuosas que se podrían destacar de la actual administración.

Pero, obviamente, la excusa del déficit fiscal como motivo para necesitar tomar deuda externa, cuando en realidad se hace (tomar deuda) para financiar la rentabilidad de la inversión financiera, trajo otro dilema. El de la sobreapreciación cambiaria de corto plazo por el ingreso de los dólares tomados prestados, y el del colapso de largo plazo por una previsible crisis de deuda cuando hubiese que devolver lo comprometido. Así fue como le hicieron entender al Banco Central que la política de tipo de cambio fijo y altas tasas de interés se volvía demasiado peligrosa en este contexto, además de que no permitiría salir del estancamiento de la actividad económica.

Entonces, el Banco Central se alineó y comenzó a bajar las tasas de interés, perforando el piso del 25%. ¿Y por qué es importante ese número? 25% es el estimado que secretamente manejan los bancos para la inflación 2017. Que la tasa ofrecida por el Central sea menor, incentiva a los tenedores de pesos a buscar alternativas al plazo fijo. Y, a falta de niveles robustos de actividad, puede pensarse que el dólar es una buena variante, sobre todo por la apreciación cambiaria a la que ya nos sometimos, y por la promesa de abandono por parte de la autoridad monetaria de sus políticas responsables. Pero, a pesar de que dan muestras de que van a emitir para financiar al fisco, van a permitir el deslizamiento del tipo de cambio al alza, y probablemente convaliden una inflación mayor a la proyectada, por otro lado ofrecen señales contradictorias.

Por un lado, continúan los despidos en el estado de acuerdo al programa trazado por el Ministerio de Modernización; por otro, a través de María Eugenia Vidal y de algunos gremios estatales, lubricaron el primer acuerdo en paritarias para 2017 con intención de disciplinar al resto en torno al 18% anual (número bajísimo, que, de generalizarse, tendrá efectos recesivos). Mientras tanto, se vuelven a mostrar demasiado prudentes con la obra pública, debido a las restricciones presupuestarias, y en algunos casos la paralizan (en generación energética este hecho es notable). Lo mejor que podría pasar es que no haya un traslado a precios brusco de la devaluación, que pisen nuevamente algunos precios con controles (energía, naftas, alimentos, aunque la opción de volver a instalar retenciones no figura en el menú), para que la actividad se recupere, y permitan acuerdos en paritarias con ajustes salariales del 35% como piso, para que así se vuelva a la situación de diciembre de 2015. O sea, empecemos de nuevo después de las elecciones. Deberían, en síntesis, hacer un poco de kirchnerismo, tarea para la cual, también es cierto, Axel Kicillof sería más eficiente que Alfonso Prat-Gay.

La desorientación del gobierno nacional en estos asuntos, sin embargo, los está colocando en situación de aplicar un plan económico híbrido, con sobrados atisbos de incoherencia.

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