Incertidumbre, crónica de una movilización

 

 

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Un amigo me escribe un mensaje de texto: “Perro, ¿jódeme que estás en la plaza?”. En ese momento estoy apoyado sobre las rejas de la vereda de Avenida de Mayo, delante del Cabildo. A mi izquierda un hombre de alrededor de cincuenta años, con bigote, campera azul oscura, zapatos negros. A mi derecha un muchacho de treinta y pico, vestido con ropa casual, aplaudiendo. “Vine a chusmear. Te llamo más tarde” –contesto. Al salir de la bandeja de entrada de los mensajes del celular mis ojos chocan con la imagen de la llamada “Evita Montonera” en el fondo de pantalla. Algo alarmado levanto la cabeza y descubro al hombre de bigotes a mi lado con expresión de espanto y los ojos clavados en mi teléfono móvil. Con pasos tranquilos comienzo a alejarme, recorro alrededor de treinta metros, y vuelve a vibrarme el celular, me freno, lo saco del bolsillo, leo otro mensaje del mismo amigo: “jajajaja, ¿para que fuiste? te van a cagar a trompadas perro”. Guardo el teléfono, busco el paquete de cigarros en el bolsillo interno de la campera, siento un leve escalofrío recorriéndome la nuca, más bien es como una ráfaga de miedo; no entiendo el por qué de ésta intranquilidad, no es la primera vez que me “infiltro” en una movilización opositora. Enciendo el cigarrillo y, al levantar la cabeza algo me hace mirar hacia atrás: desde la reja sobre la vereda delante del cabildo, veo al hombre de bigotes y campera azul oscura clavándome los ojos, siguiéndome con la mirada.  Continuo avanzando, corto camino hacia el interior de la plaza, avanzo por entre la lomadas de pasto y ya me pierdo entre la multitud.

Mientras me voy acercando al corazón de la Plaza, preguntándome si estoy aplaudiendo con la suficiente convicción, es decir, con la leve duda de si aquellos que me rodean y me ven pasar por delante perciben que aplaudo sin ganas, la pregunta de mi amigo sigue dando vueltas en mi cabeza: “¿para qué fuiste?”. Tomo una nota mental: “la curiosidad mató al gato”, y la frase, por alguna razón, me seduce bastante. Avanzo unos pasos más y la pregunta sigue estando ahí: ¿qué hago acá? ¿Qué es lo que espero encontrar de diferente con todos los otros cacerolazos? ¿Qué novedad puede haber?

Mientras aplaudo sin ganas, me muevo como buscando a alguien a quien acabo de perder, y voy mirando a las personas a mi alrededor, tomo nota mental de algunos elementos que, a mi entender, no pueden faltar en esta crónica.

*Es la primera movilización opositora de un año electoral.

*Aunque el número de manifestantes no sea el suficiente para representar (por el momento y a mi juicio) una preocupación real, es bastante más convocante que las sucedidas durante el año pasado y no sería prudente desestimarla.

*Esta es la primera movilización desde el retorno de la democracia que roza, coquetea, con la línea política-orgánica que bajan desde los Estados Unidos: la lucha contra el “terrorismo” y sus cómplices. Por el momento no he visto ni una sola pancarta que diga Cristina cómplice de Irán, pero la consigna estuvo presente en los medios de comunicación durante toda la semana y, ahora parece, en alguna forma, arrastrarse como una sombra por la plaza de mayo.

Sin embargo, intuyo: hay algo más. Cuando tomé la decisión de suspender mis planes para esta noche y venirme a la plaza lo hice porque suponía un elemento nuevo emergería visible y palpable. Para encontrarlo decido dejar de pensar, acallar los pensamientos y sumergirme, misturarme entre la gente, ser parte.

Ya son casi las nueve y media de la noche: la plaza está llena, no abarrotada, pero llena.

TN y los canales de televisión no necesitaran recurrir a planos demasiado buscados para obtener una fotografía digna de poner en tapa.

Mi reloj marca las nueve y media en punto y de la boca del subte D sobre diagonal norte siguen emergiendo manifestantes con banderas y vinchas con los colores de argentina. “Aplaudan aplaudan no dejen de aplaudir, la yegua hija de puta se tiene que morir” – descubro que me corea una señora bastante mayor, sonriendo y mirándome a los ojos. Para no llamar demasiado la atención respondo a la cortesía, sonrío, y también aplaudo; un nudo en la garganta me impide pronunciar las palabras, finjo timidez e introversión, miro para otro lado y me alejo un poco sin dejar de aplaudir suavemente.

Trepo tres o cuatro escalones de la catedral. Me paro delante de un matrimonio de la edad de mis padres y me estiro en puntas de pie para tener una visión un poco más panorámica. “Vení, vení –me dice, llena de entusiasmo, haciéndome un lugarcito a su lado, la señora tomada del brazo de su marido- parate acá que hay lugar”. Mientras tanto el hombre también me sonríe y comienza él también a corear y batir palmas contagiado a lo que nos circundan: “se va acabar, se va acabar, la dictadura de los K”.

 Enciendo un nuevo cigarrillo. No tanto por las ganas de fumar como por las de una excusa para no tener que cantar las consignas. “Somos un montón” –me dice amablemente, inclinándose junto a mi oído, con alegría y satisfacción, la mujer. “Ya era hora” –le contesto. Su cara se llena de felicidad, pero esa expresión y el tono de voz tierno con el que me habló enseguida se desintegran, “a ver si echamos a la puta esta de una vez”. “Sí, si” –le digo mirando para otro lado, aplaudiendo con más fuerza, pitando el cigarrillo y haciendo fuerzas para tragar el humo a pesar del nudo en la garganta.

 Ser joven (tener menos treinta años) en los cacerolazos, y es algo que vengo percibiendo desde hace tiempo, es asistir a una especie de convite donde uno es el agasajado. Como en su mayoría escasean, todo es recibimiento, aprobación, y orgullos para los jóvenes en los cacerolazos; se nos trata, por decir de alguna manera, como entre algodones. Intuyo, pienso que, quizás, secretamente, la gente a mi alrededor supone, ve en mí, en la poca juventud que asiste, a aquel elemento que les hace falta y que entienden no pueden perder. De la idéntica manera que nosotros, ellos, secretamente saben, será la juventud quien continúe con la lucha cuando ellos ya estén demasiado cansados.

 Dos momentos vienen a mi mente. El primero de mi padre, hablando por teléfono, diciendo: “no, con Mabel no vamos a la marcha, hace mucho calor y ya estamos grandes, van mis dos hijos –y sonriendo, en tono algo burlón- la patria no se puede quejar, dos militantes de primera le entregué”. El segundo recuerdo es de una mujer anciana, encogida, de pelo negro, ojos desorbitados, en el cacerolazo de mayo de 2012, “esto lo hacemos por ustedes, para que no les roben la patria y los valores” –me gritó en una especie de frenesí, odio, y delirio que me llenó de espanto.

 Entonces, de repente, mientras un grupo de hombres y muchachos se organizan y utilizan un tacho de basura con rueditas en modo de ariete para golpear e intentar derribar el vallado policial creo encontrar ese elemento nuevo que intuí encontraría. En realidad no es un elemento nuevo, más bien es la cristalización de un proceso que vengo observando: hay un efectivo aprendizaje en los manifestantes; primitivos e incipientes núcleos organizativos; evaluación y síntesis de dicho proceso.

 Se evidencia, en forma más sutil en las vestimentas y más clara en las pancartas.

 De ninguna manera puede decirse que haya cambiado la composición social de quienes engrosan el cacerolazo. Es evidente e incuestionable que acá se convoca a los sectores mejor acomodados de la ciudad de Buenos Aires. Seguramente no la cúpula, ni el segundo escalón de la pirámide de ingresos (esos seguramente, ahora mismo, comparten alguna cena en Puerto Madero discutiendo qué estrategia seguir) pero sí, sin dudas, del tercer escalón de la oligarquía hasta un porcentaje de las clases medias altas profesionales.

 Sin embargo, a diferencia de otros cacerolazos, no visten con sus mejores ropas, tampoco con las peores; como un intento de disfrazar o esconder su condición social, la indumentaria “casual” parece en muchos de los presentes meticulosamente seleccionada. Y ya a nadie se le ha ocurrido aparecerse por la plaza acompañado o acompañada de la mucama que golpea la cacerola mientras ellos o ellas conversan con sus amigos o amigas.

 También se evidencia un aminoro en la virulencia de las consignas. Ya casi no se ven en cantidades considerables, esas expresiones de odio tácitas y explícitas, ni hablar de los dibujos de la Presidenta de la Nación ahorcada o prendida fuego en una hoguera.

 Seguramente que el sentimiento de odio no ha cambiado, pero han elegido, casi como una estrategia de cooptación, de interpelación a la sociedad, de convocatoria, reducirlo al mínimo. Es como si a lo largo de este tiempo cada uno de los manifestantes hubiese leído el diario y visto algunos noticieros del día posterior a los cacerolazos y haya reflexionado “¡es verdad! Si no queremos quedarnos solos no podemos mostrarnos a la sociedad de esa manera, tenemos que ser muy cuidadosos con lo que decimos y mostramos delante de las cámaras de televisión”.

 Mientras precaria, primitivamente, un grupo de manifestantes continua, torpe, inútilmente, intentando derribar el vallado policial, yo me alejo de la Plaza de Mayo con la idea de haber descubierto algo nuevo en esta movilización: en ellos, en esta oligarquía económica e ideológica, reconfigurada, hay también un proceso de aprendizaje y de maduración política que, por el momento, es imposible determinar hasta dónde llegará.

 Hace nada más que unos días, leyendo el último libro de Baschetti, me enteré que quien fuera Ministro de Desarrollo de Raúl Alfonsín había estado preso en el año 1952 por haber colocado una bomba en una confitería de Irigoyen al 400 mientras se realizaba un acto peronista.

 Hace nada más que unos días me detuve unos largos minutos en la esquina de Córdoba y Bustamante observando en un paredón las pintadas en aerosol que decían: “Dios, Patria, Hogar; Cristo Vence”.

 La derecha pienso, mientras me alejo por Avenida de Mayo hacia el Oeste y al pasar escucho a un muchacho que pregunta por celular “quieren derribar el vallado ¿lo cubrimos con la cámara?”, la derecha, pienso, también tiene su tradición, su doctrina, sus militantes. Y de la misma forma que nosotros, allá, a inicios de la década del 90, comenzamos lenta, primitivamente a organizarnos nuevamente después de la derrota de la dictadura, ellos, ahora, en este mismo momento, de forma también lenta y primitiva, tal vez, estén comenzando a organizarse.

 Pero esto pueden ser sólo suposiciones. En todo caso hay una única palabra que deja su gusto agrio en la superficie áspera de la lengua: incertidumbre. Ese es un puntito a favor que debemos reconocerles y anotarles a los sectores oligárquicos y neoliberales, hoy, en esta noche del 19 de enero, flota un cierto aroma incertidumbre en al aire fresco que sopla en lo alredores de la plaza de mayo.

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Mariano Ernesto

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