¿Por qué Argentina no fue Chile?

Por Julian Goldin, Licenciado en Ciencia Política.

Cierre de campaña del Frente de Todos en Mar del Plata. El sol radiante anticipa un marco excepcional para una nueva resurrección peronista. La candidata a vicepresidenta pasa al frente, comienza su discurso, enumera algunos de los fracasos del gobierno en materia económica. El público empieza a acalorarse con cada una de sus palabras y entona una canción que supo ser hit en algún verano. La ex primera mandataria, en su clásico rol institucional, trata de bajar los humos: “No hay que silbar ni insultar a nadie, hay que votar”. Su frase nos sirve entonces como un disparador para el análisis de la historia reciente argentina y la comparación con la situación actual de Chile y otros países de Latinoamérica.

¿Qué representan el silbido y el insulto?  


Viajemos un poco en el tiempo: Argentina, diciembre del 2001. Salida del presidente De la Rúa. Épocas del “que se vayan todos”, del 25% de voto en blanco o anulado. Quienes  prendían la televisión se encontraban con intelectuales hablando de la refundación de un pacto social, de la reconstrucción total del sistema de partidos. Se anunciaba “el fin de las ideologías” y se avizoraba el ocaso de un tiempo político. Eran épocas de silbidos e insultos.

Sin embargo, de la marginalidad misma del PJ, desde el interior más profundo de la República Argentina, surgía una vez más una figura que reconciliaba a ese partido mayoritario con gran parte de la sociedad: se trataba de Néstor Kirchner, quien encabezó un proyecto que se prolongará por más de 12 años en el gobierno.

Mirándolo en perspectiva histórica, el politólogo Luis Tonelli afirma que no hay nada de novedoso en esta “resurrección peronista/ kirchnerista” del año 2003. No se trató de la primera vez en que el peronismo salió a la escena como el famoso “partido gestionador de las crisis”.

Desde sus orígenes en 1945, el justicialismo fue heredero de una sociedad que atravesaba décadas de desconexión política. El sociólogo Gino Germani hablaba de un fenómeno de “asincronía”, donde la modernización del sistema económico argentino no coincidía con la necesaria apertura política. Surgían así enormes masas obreras, pero con escasa representación política, dado el nulo juego democrático de la famosa “Década Infame”. Florecimiento del anarquismo, de los atentados a las autoridades aristocráticas. Eran también momentos de silbidos e insultos

¿Qué representa entonces el voto?

Juan Domingo Perón, como figura política surgida de la elección popular, entendió que su éxito dependía de la negociación y la inclusión de estas dos Argentinas. Es por eso que puede entenderse el proyecto peronista como un pacto “popular-conservador”. Por un lado, convocando a las grandes masas obreras a través de los sindicatos y las políticas sociales en su beneficio. Por otro lado, negociando con gran parte de las elites provinciales que habían sostenido a los distintos gobiernos nacionales en el pasado (en lo que Allyson Benton llamó “el orden conservador”). Allí reside su estabilidad.

La Unión Cívica Radical, a diferencia del peronismo, se ha mostrado históricamente como un partido de eminente corte urbano, sobre todo representante de las clases medias. Debiendo volcarse hacia estos sectores, muchas veces dándole la espalda a las provincias del interior, puede explicarse en gran medida sus dificultades a la hora de gobernar de forma estable. Sobre todo en épocas de crisis económicas, donde estos agentes funcionan como garantes de estabilidad. 

En esta clave, remontándonos a tiempos democráticos recientes, podemos ver cómo ni el gobierno de Alfonsín ni el de De la Rúa pudieron completar su mandato. Mientras tanto, el PJ menemista pudo llevar adelante una de las más controversiales reformas económicas, sin morir en el intento y gobernando durante más de una década. Si bien este giro programático implicó un abandono a gran parte de los sectores populares que siempre le habían sido afines al peronismo, el gobierno se apoyó en su alianza del interior para poder llevarlo a cabo. 

Como se sabe, 19 provincias argentinas, que no representan ni un tercio de la población, poseen un 75% de las bancas en el senado y más de la mitad de la cámara de diputados. Esta alianza con un interior sobrerrepresentado institucionalmente le permitió al menemismo llevar adelante las leyes más importantes de la reforma y al mismo tiempo, construir gobernabilidad. Mientras tanto, su hegemonía dentro del peronismo le permitió usar a los sindicatos como estructuras de contención ante los sectores populares más afectados por las reformas neoliberales.

¿Puede entenderse entonces nuestra realidad actual a partir de estos factores histórico- estructurales? Desde estas líneas creemos que sí. Cambiemos representó el primer gobierno ni abiertamente peronista ni radical y elegido por el voto popular. De todas formas, a la hora de construir gobernabilidad, no se diferenció demasiado del menemismo: negociación con los gobernadores y los sindicatos para garantizar un muro de contención ante las medidas de ajuste (que de todos modos recién se intensificaron a partir de fines de 2017). 

Agreguémosle a estos dos actores un nuevo interlocutor que tomó fuerza a partir de la crisis de 2001: los movimientos sociales. Como se sabe, la década del 90 marcó el comienzo de una enorme fragmentación laboral, donde a los trabajadores registrados y sindicalizados (en disminución) hay que sumarles gran cantidad de empleados en negro, cuentapropistas y desempleados. Muchos de estos encontraron representación en estas nuevas agrupaciones que reclamaban y negociaban con los gobiernos distintos planes de asistencia. Así surgió en la gran resaca de la crisis el plan “Jefes y jefas de hogar”, entre otras políticas asistenciales que fueron profundizadas y universalizadas durante el kirchnerismo.

Si las crisis fueron similares: ¿Por qué Argentina no fue Chile?

El periodista chileno “Polo” Ramírez hace su editorial para Canal 13. Hay una frase que sobresale del resto: “Sabíamos que había desigualdad, pero no que les molestaba tanto”. Acaso pocas frases más representativas de los 30 años democráticos de Chile, donde el crecimiento económico no se vio en gran medida acompañado por el desarrollo y la movilidad social ascendente. Los números se encuentran a simple vista: en el continente más desigual del mundo, Chile se encuentra tercero después de Brasil y Colombia. Se ubica también en el séptimo lugar del ranking mundial (donde 8 de los primeros 10 países son latinoamericanos). 

Los gobiernos que se alternaron en la joven vida democrática chilena (la concordancia de la izquierda y la Renovación Nacional de la derecha) parecieron siempre privilegiar la estabilidad y la ortodoxia económica; dejando en un segundo plano el enorme contraste económico y social del país trasandino. No parece casualidad entonces la enorme apatía electoral, por la que apenas un 46% de los votantes habilitados hayan ido a sufragar en 2017. La frase de las últimas manifestaciones parece resumirlo a la perfección: “No son 30 pesos (por el aumento de la tarifa del metro que desencadenó las protestas), son 30 años”. Desigualdad social más falta de representatividad política parece ser el combo explosivo de la actualidad de Chile.

¿Por qué entonces en Argentina no explotó una crisis “a la chilena”? Esta es una pregunta que circula mucho en estos días. Más aún teniendo en cuenta que en nuestro país gobernó también una coalición derechista, con un liderazgo empresarial y que aplicó medidas muy similares a las de Piñera, en un contexto de inestabilidad económica mucho mayor.

Como vimos anteriormente, Cambiemos recurrió a viejas recetas para robustecer su gobernabilidad: negociación con gobernadores y sindicatos (que recién se mostraron en su mayoría reacios a partir de 2018). Desde su llegada en 2015, nunca desprotegió su Ministerio de Desarrollo Social, encabezado por Carolina Stanley. De hecho fue uno de los pocos que durante su gobierno no perdió rango ministerial: La negociación con los movimientos sociales era de una importancia crucial. Así tampoco desmanteló gran parte de las políticas sociales heredadas del kirchnerismo. 

Si bien a partir de la crisis económica 2018-2019 su gobernabilidad se vio puesta en jaque y se ingresó a una etapa de ajuste más bien ortodoxo, estos factores ya nombrados siguieron permitiendo cierta contención política y social. Sumémosle a esto la proximidad de las elecciones, que permitieron visualizarle a la ciudadanía una salida político-partidaria a la crisis. La diputada Gabriela Cerruti lo resumía en un tweet, afirmando que a diferencia de Chile y Ecuador, “el fuego de la Argentina lo apagará la esperanza de las elecciones del 27 de octubre”.

En Chile se habla de 30 años de desafección política. Las protestas son en gran parte apartidarias, sin una cara política visible. Mientras tanto, más allá de la dura crisis económica, en Argentina hoy se vuelve a hablar de la reconciliación del peronismo con la sociedad, se propone el fin de la grieta. Se comenta un triunfo histórico. Lo que queda claro es que, mientras el voto en Chile representó estabilidad económica, en la Argentina representa estabilidad política y social.
En este contexto, el Frente de Todos de Alberto Fernández vuelve a aparecer como el “gran partido gestionador de la crisis y la inestabilidad”. Para bien o para mal, como dijo la ex primera mandataria, queda claro que hoy en Argentina no se considera necesario silbar o insultar, sino que alcanza con depositar un voto.

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