Por Marcia Tiburi | Traducción: Julia Krüger
Encuestas apuntan que Lula sería nuevamente presidente de Brasil, si compitiera por el cargo máximo de la nación brasileña en 2018. En el escenario de un país colonizado y cada vez más “neoliberalizado” como es el nuestro, la presencia de un personaje como Lula se extiende desde el factor de la conciliación entre clases hasta un enorme peligro para las élites que usurparon el poder. Lula sigue siendo un factor político fundamental, tal vez el más fundamental en un contexto de una democracia cada vez más destruida.
Si estamos hablando del deseo de los electores en relación a Lula, debemos empezar por tener presente que ese deseo, en verdad, ya no es válido en Brasil desde el golpe de 2016. Sabemos que, si todavía hubiera elecciones directas para presidente, hipótesis plausible en un país que se convirtió en tierra de nadie, el deseo del pueblo manifestado en las urnas sólo será aceptado entre comillas si coincide con el deseo de las élites, las mismas que, siervas del gran capital, transformaron a todo Brasil en un mercado barato, vendiéndolo en términos de commodities a precio de banana. Es en este contexto que se debilitan los intentos de sostener teóricamente a la democracia, de mantener la resistencia en contra de la dictadura corporativa, mediática y judiciaria cada vez más explícitas. Es cierto que resistir es urgente, necesario y muchos morirán por ello, pero también es cierto que no podemos ser ingenuos ante los juegos que están siendo tramados por detrás de las espaldas de la población, de los movimientos sociales y de todos los que se ocupan en promover cualquier señal real de democracia en el contexto bizarro del momento.
Dilma Rousseff, sabemos, estaba en la mira de las armas neoliberales manejadas por el colonialismo externo del gran capital y por el colonialismo interno de los políticos, banqueros y otros dueños de Brasil. Ella estaba marcada desde el principio, por muchos motivos que se hacen cada vez más evidentes. Del mismo modo, no es novedoso que ella, tal como Lula, a pesar de los pesares y de las críticas de quienes siempre esperan un gobierno más a la izquierda, o sea, más socialista, más capaz de garantizar derechos, consiguió una proeza poco común: sostener una relación con el neoliberalismo de rapiña al mismo tiempo que intentaba frenar de algún modo a la barbarie, defendiendo los derechos fundamentales y una democracia, por así decirla, sostenible. Hoy, pese a la necesidad de repensar el paradigma sociopolítico que nos rige, sabemos que esa democracia sostenible practicada por Lula y continuada por Dilma es sólo lo que se puede esperar de un gobierno popular en un país colonizado. Tal vez Dilma y Lula hayan hecho el mejor “juego de cintura” del que tendremos noticia en nuestro país que comienza a vivir, desde 2016 en delante, los peores tiempos de su pos-historia. Perdimos la ingenuidad ante los acontecimientos. La democracia se hace un asunto menor cada día.
Antes de seguir, me gustaría gastar un poco de mi tiempo y de mi espacio para pensar sobre el lugar político más fundamental de la nación. Es un hecho que el cargo de Presidente de la República Federativa de Brasil ya no es más el mismo después del golpe. Ese lugar vale hoy en día tanto como el voto de la nación. Michel Temer logró una anti proeza fundamental en la política brasileña del momento. De todo lo que él ayuda a destruir hoy, el cargo de presidente de la República es una de las cosas que perdió la dignidad conquistada en las elecciones de Fernando Henrique Cardoso, de Luiz Inácio Lula da Silva, así como el de Dilma Rousseff, presidentes electos y legítimos. No eran vicepresidentes golpistas, ni oportunistas. Entrará Rodrigo Maia en su lugar para confirmar la senda del rebajamiento, aclarando que no es ni de democracia ni de dignidad de que se trata, o de cualesquiera de esos valores que eran considerados en esa época en que la política era algo fundamental. Al ocupar el cargo de manera ilegítima, entre lo patético y lo ridículo de su personaje, inelegible y rechazado por más de 90% de los brasileños, Michel Temer sigue agarrándose a la incompetencia misma de los que quieren derribarlo para no caer, y humilla el cargo que ocupa a través de un golpe.
No es posible, en este momento, no pensar en la figura de los que, representándonos, no nos representan. No es posible no preguntarse cómo Michel Temer soporta ser quien se ha convertido, sin ningún grado de reconocimiento, sin méritos, sin historia, sin coraje, sin brillo, sin vergüenza. Cualquier persona que aún le encontrara sentido a la cuestión de la dignidad, se habría matado o muerto de tristeza estando en su situación. Pero aquellos que perdieron la subjetividad, lo que los antiguos nombraron alma, ésos no sienten nada. Y tal vez sea este el caso del hombre que, sentado en su trono de la ilegitimidad y del rechazo popular, nos aterra a todos.
Anti-Temer
Pero ¿por qué gastar tiempo hablando de Michel Temer mientras los Derechos de los Trabajadores caen por tierra, mientras varios otros derechos se pierden en el medio de la desregulación de la economía, de la privatización y de los demás aspectos que hacen parte de un programa político neoliberal? Porque Michel Temer es solamente uno más. Y porque es bajo su nombre, en un país que necesitaría de líderes democráticos, de un proyecto de país, en donde se está produciendo ignominia del desmonte del Estado, de la sociedad y vemos la destrucción del país. El prototipo del político brasileño, el que llegó dónde llegó por tramas obscuras, por juegos sinuosos de poder, en el camino de la
ilegitimidad, es lo que está puesto en juego.
Podemos crear muchos nombres que acompañan a Michel Temer en su inexpresividad a servicio de la cobardía de los neoliberales. Hablamos de uno y estamos hablando de todos, salvaguardadas algunas excepciones que confirman la regla. No podemos olvidarnos en todo eso de los agentes del Poder Judicial que hoy, sin pruebas, sostenidos en sus convicciones a nivel de delirio, nos hacen tenerlos como idiotas, intentan encontrar un lugar bajo el sol mientras todos perciben que se valen de un odio – en este caso a uno de los más famosos actualmente, el odio a Lula y al Partido dos Trabalhadores. El odio destruye la crítica que podría ser interesante en cualquier momento. El odio, como sabemos, está plantado en corazones vacíos, en mentes incapacitadas para la política por los medios de comunicación que en todo aspecto son máquinas protéticas que definen hoy el camino, la verdad y la vida de la población.
El neoliberalismo es esa religión que programa un camino, una verdad y una vida para cada uno. El camino es el mismo, el de la servidumbre voluntaria al mercado, al capitalismo neoliberal.
¿Qué significa Lula para Brasil en este momento? Cualquier líder que pueda arruinar concreta o simbólicamente el escenario del poder económico, la descarada tendencia dominante hace mucho, será destruido, descartado, eliminado. Lula es el Anti-Temer en todos los aspectos. Querido, amado, altamente expresivo como ser humano, capaz de encantar a los más exigentes estadistas y grandes masas de gente simple, Lula sigue impresionando a los intelectuales, los que piensan y hasta aquellos que no se preocupan mucho por la política. Él fue y sigue siendo el más peligroso de los líderes capaces de embrollar el escenario político previamente establecido por los dueños de Brasil, simplemente por un factor. Él es amado por el pueblo que se reconoce en él y lo votaría pura y simplemente. Me refiero al pueblo, a las personas de las clases humilladas y explotadas que eran fieles a él y que, en este momento, pasan a amarlo aún más. Del mismo modo que aquellos que todavía no se habían dado cuenta de su dimensión, delante de las injusticias de las que él es víctima, pasan a adorarlo.
Pero esa parte de la población, que es la inmensa mayoría, ha perdido su espacio. Y se ha perdido a sí misma, a sus cuerpos y a sus mentes.
Está, sin dudas, también el lacayo del neoliberalismo. En general, a él no le gusta Lula, no le gusta la izquierda, aunque se favorece con las luchas en nombre de los derechos y de las garantías sociales llevadas a cabo por los movimientos, los activistas y hasta los políticos de izquierda. El neoliberalismo no respeta nada que no sea útil, y el ciudadano, entre ingenuo y vivo, intenta “prestar” su servicio al capital. Pero no es sólo la ingenuidad de los cuerpos dóciles lo que entra en juego en la inercia de la población. Es también la cobardía interesada que el “aburguesamiento” del mundo nos ha legado. Muchos que un día fueron honrados con la conciencia de ser trabajadores pierden ahora su deseo de luchar – porque el deseo político es el coraje de la lucha – mientras son rebajados a productores y consumidores. Para esas personas, la política se convierte en humillación. La política debe ser rechazada, piensan aquellos que no saben lo que dicen, ni lo que hacen.
El pensamiento simplificador, típico de las sociedades llevadas a la incapacidad de reflexión, y la correlativa polaridad política, movida por la desinformación y por el odio, impiden la comprensión del significado de Lula para Brasil. Hoy, hay una suerte de interdicción a la percepción de que hay un Lula que está más allá del Luiz Inácio Lula da Silva, político con cualidades y defectos, dos veces electo a la Presidencia de la República.
Si el Lula de carne y hueso fue racionalmente tolerado por los detentores del poder económico (a fin de cuentas, los bancos nunca lucraron tanto), ese otro Lula, el del imaginario de la inmensa parcela de población brasileña (y que logró también tener la atención de personas en todo el mundo) se ha vuelto insoportable justamente en el momento en que viene a simbolizar el Brasil de siempre, que volvió a ser una vieja colonia usada y abusada por sus colonizadores, el viejo capital internacional aliado hoy en día a las corporaciones y a los banqueros que ocupan cargos políticos como si fueran dueños de Brasil.
Lula sigue en su rol como representante del pueblo idéntico al pueblo, un rol comparable a cualquier otro político de su tiempo. Perseguido y humillado, como es inevitable para un líder de su envergadura, más altivo y sin deber nada a nadie, él nos deja un mensaje: “no hay solución para ningún país que no sea una solución política”. Eso nos lleva a pensar que el neoliberalismo en curso propone soluciones económicas que favorecen a los ricos y que ese favorecimiento cuenta con la adhesión del ciudadano rebajado a imbécil. En las palabras de Lula “la desgracia de quien no gusta de la política es ser gobernado por quien gusta de ella”. Necesitamos salir de este lugar de imbéciles en donde hemos sido puestos por una producción discursiva que nos aleja de nuestro propio deseo por la política y que nos hace vivir las decisiones ajenas que siempre nos desfavorecen.
El presidente Lula fue condenado como ya se esperaba, sin pruebas, a partir de acusaciones ridículas. Fue condenado por un juez que sólo existe como figura pública porque se puso a cazar al presidente. El juez de Paraná nos hace acordar a Michel Temer, otro más de los “sin brillo propio” que sobrevive intentando apagar el ajeno. Tras perder su unanimidad, lo que restará a este ciudadano es agradar a un par de admiradores. Tal vez a Michel Temer, absuelto, a Aécio Neves, suelto…
La estrella de Lula es más grande. No se apagará de ningún modo de la historia de Brasil, ni del corazón de las clases humilladas.
Marcia Tiburi es profesora de Filosofía en la Universidad Federal del Estado de Río de Janeiro (UNIRIO) y columnista de la Revista Cult. Publicó diversos libros, entre ellos “Como Conversar com um fascista – Reflexões sobre o Cotidiano Autoritário Brasileiro” (Ed. Record, 2015) y el recién lanzado “Ridículo político: uma investigação sobre o risível, a manipulação da imagem e o esteticamente correto” (Ed. Record, 2017).