Por Mariano Grimoldi
Una de las primeras tareas que encaró el gobierno de Mauricio Macri fue el aumento de los precios de los servicios públicos domiciliarios: luz, agua y gas. Los reflectores de la opinión pública apuntaron, obviamente, hacia el lugar que afecta la sensibilidad de la mayoría de los ciudadanos. Así es que las boletas residenciales acapararon la atención y opacaron todas las demás aristas de un tema que es de una complejidad muy grande, y que, además, reviste una vitalidad esencial en todo lo que es el entramado productivo, económico y social: los precios de la energía.
Lógicamente, la actitud del gobierno nacional se apoyó en un consenso muy amplio: la luz y el gas están demasiado baratos. Así opinábamos todos en la Ciudad de Buenos Aires y en gran parte del conurbano bonaerense. Incluso, nos creímos que la modificación de esta incongruencia iba a cumplir con un objetivo de “federalismo”. Vaya a saberse por qué superstición o fantasía, el “interior” (así llamamos los porteños a quienes viven en las demás provincias argentinas) se iba a ver beneficiado. ¿Tal vez por la “revancha histórica” de que los porteños sufrieran fuertes aumentos? Es muy difícil de saber realmente cómo pudo tanta gente creer que lo que venía iba a ser bueno, pero así fue. Hasta que llegaron las primeras facturas, nadie discutía demasiado esta cuestión.
Fatalmente, la luz y el gas iban a aumentar. Después, los hechos volvieron a demostrar que el presente tiene una fuerza de impacto que, mientras es futuro, aparece mitigada. En ningún lugar del país los usuarios domiciliarios toleraron los nuevos valores. La seguidilla de conflictos inconclusa es de dominio público. Pero, por debajo de este embrollo, es pertinente encarar un análisis más profundo de todo lo que se pone en juego cuando se habla de gas y de luz.
Las tarifas domiciliarias son un eslabón menor en todo el encadenamiento de provisión energética que soporta un entramado productivo activo. Incluso, el proceso de formación de precios desde la obtención del producto primario, el transporte hacia los lugares en que se consume, y sus transformaciones y distribución para los distintos tipos de uso, pone en juego demasiados ítems muy sensibles para una sociedad: perfil productivo, nivel de empleo, poder adquisitivo de los ingresos, amplitud comercial. Cada fragmento tiene un proceso de formación de precios particular, y que es de afectación decisiva para el tramo siguiente. De manera que permitir el libre funcionamiento de la competencia, por ejemplo, en el mercado de generación eléctrica, tal vez sea óptimo… para el funcionamiento de dicho mercado analizado fuera de su contexto.
Pero cuando se pone ese eslabón en interrelación con el siguiente (el transporte), con los posteriores (la distribución), o incluso con el uso de energía eléctrica como insumo productivo en otras ramas de actividad, nos podemos encontrar que el resultado de la acción competitiva en el tramo de generación puede operar condiciones restrictivas o prohibitivas en otros eslabones. Debido a ello, la aplicación de la facultad de intervención en la fijación de precios por parte del Estado suele convertirse en una salida que evita el desequilibrio de perjuicios y beneficios que se concluye de la acción libre de fuerzas mercantiles, ya que incluso en algunos tramos la propia estructura del negocio no la admite.
Hay un caso de manual: la distribución domiciliaria. Sería realmente anti-económico, incluso desde el mismo sentido común, pensar en la posibilidad de que la distribución de servicios como la energía eléctrica o el gas de red, se hiciera bajo las normas de la competencia perfecta. La inversión en crear la red de infraestructura es elevadísima, y no tiene ningún sentido multiplicarla (imaginar que a cada domicilio lleguen tres o cuatro caños de gas, cada uno de una prestadora distinta, para que el usuario elija a cuál de entre todas ellas contratar, nos exime de mayores explicaciones).
Con una red (de cableado o de caños) alcanza, según el caso. Es así que la provisión de estos recursos, en el último tramo, se hace bajo la forma del “monopolio perfecto”. Un contexto de negocios muy particular, en el cual no funciona la interacción de oferta y demanda (cosa reconocida por los propios elaboradores de la teoría de la oferta y la demanda). Es así que, para regular márgenes de rentabilidad, es el Estado, en este caso, quien pone el valor adecuado. Independientemente de las particularidades de cada situación, es aun así en la misma teoría.
Si a todo esto se le suma la relevancia absoluta que lo que ocurre en estas cadenas (las de la energía eléctrica y el gas) tiene sobre el resto de los desempeños económicos, las productividades de distintos sectores, la competitividad, y por ende el nivel de empleo, casi que no queda margen para alegar en contra de la intervención directa en todo el proceso formador de precios. O al menos que se reserve algunas palancas regulatorias para encauzar desequilibrios no queridos.
En Argentina, hoy por hoy, existe un marco regulatorio legal atento a estas características. Es lo que se conoce como Ley de Emergencia económica, la 25.561, a través de la cual el Estado se ve convidado a la renegociación de contratos (o sea, al establecimiento de precios), en función de: “1) el impacto de las tarifas en la competitividad de la economía y la distribución de los ingresos; 2) la calidad de los servicios y los planes de inversión, cuando ellos estuviesen previstos contractualmente; 3) el interés de los usuarios y la accesibilidad de los servicios; 4) la seguridad de los sistemas comprendidos; 5) la rentabilidad de las empresas”.
La vigilancia en el cumplimiento de estas prerrogativas hace un muy duro maridaje entre la regulación de precios en determinados tramos de la cadena y la absoluta libertad para la operación entre privados en otros, aun cuando esto último pueda ser posible de todos modos. Pero el tema es que, atento a todo esto dicho, la invitación al uso de instrumentos como los (tan vilipendiados últimamente) subsidios cruzados para equilibrar costos y usufructo de excedentes es casi obvia. No hay una trama tan compleja de distribución de cargas y obtención de beneficios en la provisión de servicios básicos para el funcionamiento de todo un aparato productivo que pueda desligarse de la puesta en marcha de un esquema de distribución compleja de subsidios, al menos como recurso a emplear.
La renuncia absoluta al uso de esas herramientas implicaría, en términos teóricos, el dejar de velar por algunos de los objetivos propuestos en la legislación, principalmente los que atañen a la competitividad equilibrada entre sectores y a la distribución del ingreso. Con esto queremos decir que el consenso respecto a que la inconsistencia de la estructura de precios de la luz o el gas en los distintos eslabones de la cadena de producción, transporte y distribución necesite algún nuevo acuerdo (un ajuste, un aumento de trifas, digámoslo claramente) no tiene que derivar en una ridícula obstinación a rechazar los esquemas de subsidios.
Porque el Estado no puede declinar su obligación de regular precios en el tramo del monopolio perfecto. Si no contempla entonces compensaciones con subsidios para no trasladar sumas abruptas de costos al consumidor final (no tanto el domiciliario sino el que usa la energía como insumo productivo) difícilmente pueda complementar algunos de sus objetivos: la seguridad de los sistemas, la competitividad y la redistribución del ingreso.
Los subsidios no son obligatorios, pero tampoco deben estar prohibidos. Son una herramienta que puede usarse, por ejemplo, para que la salvaguarda de la rentabilidad de las empresas del sector energético no deje sin empleo a los trabajadores metalúrgicos de pequeñas y medianas empresas que no pueden pagar las facturas de luz. Esos desequilibrios, que tienen base en los diferenciales de competitividad de distintas actividades, son insalvables sin subsidios.
Porque, como bien decía CFK, y aquí el Presidente coincide con ella, en estos asuntos no hay magia.