Por Mariano Grimoldi
Las facturas de servicios públicos siguen siendo uno de los puntos álgidos de la discusión política. Único ítem ineludible para la prensa complaciente con el actual gobierno (o sea, casi toda).
Llegan, algunas de esas boletas, con aumentos siderales. Burlándose de los confusos topes. Actuando en sinergia con el clima. Ése que no hay derecho a combatir con calefacción. Al menos sin dedicar una buena porción de los ingresos a su pago. El frío, ese verdugo de los pobres, se la agarra con la clase media. La pauperiza. Le reformula las estructuras de pensamiento forjadas en años de creer que los subsidiados eran “los vagos”, “los negros” o los pobres. O todos ellos. Con sus impuestos. La coloca ante la certeza inconfesable de que les “sacaron el plan”.
Por otro lado, algunos cronistas que se pasaron varios años diciendo que los subsidios beneficiaban a las clases altas y medias altas porteñas, que mantenían sus piletas climatizadas con gas pagado a precio irrisorio, hoy no saben qué decirle a vecinos del interior del país a los que les llegan facturas astronómicas, o a los consumidores de garrafas del conurbano bonaerense.
La promesa de que la adecuación de los cuadros tarifarios iba a servir para equilibrar los valores diferenciados entre las distintas regiones del país fomentó la ilusión del aumento focalizado. Que, sin embargo, se plasmó sin discriminar adecuadamente según criterio geográfico. Los caminos del infierno centralista están empedrados con federalismo berreta.
En el Gobierno se conducen, ante el impacto negativo creciente del asunto, en dos vertientes. Ambas esperan que el tiempo ayude a los argentinos a digerir los nuevos precios. Mientras algunos intentan, tímidamente (porque el jefe no los convalida), culpar al ministro del área, Juan José Aranguren, y a su sanguinario Excel; otros, la mayoría amplísima, fatigan la paciencia ajena con la fantasía naturalizada del “sinceramiento”. Parece ser, según esta leyenda con pretensiones científicas inconmovibles, que las cosas que se consumen, vitales para la subsistencia, necesarias para mejorar la calidad de vida, aquellos bienes y servicios que son ofrecidos en el mercado para su consumo, tienen un precio justo, que coincide con su valor abstracto. Una especie de ideal platónico de precio que fue desnaturalizado durante años a fuerza de subsidios, creando la ilusión de que se podía consumir estos bienes sin pagar lo que “realmente” valen.
El adverbio “realmente” tiende a cerrar la discusión. Está puesto allí con esa misión clausuratoria expresa. Naturalizar lo convencional. El gobierno actual, entonces, estaría reencauzando ciertos precios hacia la “naturalidad” de la ganancia empresaria. Ésa que fue sustraída durante años de populismo. Que provocaron la fantasía de que las mayorías era posible apropiarse de una parte pequeña de la mensualidad del gato de un CEO o del tuneo del Audi de alguno de sus hijos para comprar jamón cocido natural en vez de paleta. Crimen de lesa inversión extranjera.
Pero el tema es que el valor “real” de un bien o de un servicio es apenas una construcción humana. Basada en convenciones. El proceso de formación de precios, la institución misma del mercado, los contratos que ofician de marco jurídico del mismo, no son orgánicos entes naturales sino artificiales construcciones históricas. Que evolucionan, se modifican. Dentro de las convenciones imperantes, emergentes de procesos históricos complejos y no exentos de acontecimientos sangrientos, los precios de los bienes y servicios se forman en base al cálculo de costos de materias primas, insumos, fuerza de trabajo empleada, amortización de bienes de capital, renta de la tierra, logística de transporte y distribución, etc.
Y un elemento central, siempre evadido: el margen de rentabilidad empresaria, que se manifiesta en distintos eslabones de la cadena de división del trabajo.
Las modificaciones de los cuadros tarifarios de los servicios públicos respondieron en gran medida a este factor. A la recomposición de los márgenes de rentabilidad empresaria que, en el caso del gas, según el Estudio Bein, le reportarán a los distintos eslabones de la cadena de producción, transporte y distribución un embolso de 2000 millones de pesos adicionales. El doble de los 1000 millones de pesos que se ahorrará el Estado con la quita de los subsidios.
De cumplirse la previsión, los usuarios de gas en todo el país, pagarán unos 3000 millones de pesos extra a lo largo del año para recomponer la “naturalidad” perdida en este mercado.
De manera tal que los excedentes que los usuarios usufructuaban, dedicándolos a la compra de celulares o al disfrute de vacaciones o el atesoramiento de dólares, serán redirigidos, por decisión política del actual gobierno, hacia la conformación de una robusta renta empresaria en el sector de los servicios públicos. Que serían garantía de retorno de las futuras e hipotéticas inversiones, pero que, en realidad, seguramente serán remitidos en forma de utilidades a las cuentas de los distintos accionistas (fondos de inversión foráneos, sociedades off shore o las mismas casas matrices), antes que ser reinvertidos, librados ya de la exigencia del aumento del consumo que propiciaban las señales de precios beneficiosas para los usuarios a la par de una economía que crecía.
La ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner dijo al reasumir en 2011 que ella no estaba en Casa Rosada para ser gendarme de la rentabilidad empresaria. A ese rol reduce el actual gobierno su gestión: garantizar que los empresarios dedicados a actividades “naturalmente” competitivas puedan formar precios al nivel que consideran justo, de acuerdo a las convenciones de manual, como promesa de retorno de la inversión a realizar. La tasa de ganancia empresaria, mucha de la cual se conforma en relación al circuito de circulación financiera, será el gran articulador de la organización social en la Argentina en los próximos años.
Es una concepción filosófica forjada a lo largo de años que, más allá de la suerte de los gobiernos, muchos intelectuales, dirigentes y conspiradores no están dispuestos a reformular ni ceder.