El reloj a penas rebalsaba las 2 A.M del 7 de diciembre en Argentina. El presidente Nicolás Maduro anuncia en cadena nacional que el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) ha sido aplastado (otro termino no cabe) en las elecciones de medio tiempo. “Ha triunfado la guerra económica, circunstancialmente”, dispara el sucesor de Chávez. A esto habría que sumarle la derrota del kirchnerismo en Argentina a manos del candidato que designó el establishment financiero-empresarial y la crisis política que atraviesa y promete tumbar al Partido de los Trabajadores (PT), en Brasil.
El panorama en América Latina se va tiñendo de gris, un gris muy oscuro. Los gobiernos progresistas parecen haber alcanzado un techo de aceptación, después de varios años de elixir. Y las derechas vuelven con más democracia y marketing que nunca.
Nombrar a Venezuela, Brasil y Argentina no es algo caprichoso. Fue el tridente soberano de Latinoamérica. Hugo Chávez inició el sendero progresista y ascendente luego de imponerse en las elecciones de 1999. En el 2002, luego de un complot entre la oposición venezolana, los grupos económicos y los medios de comunicación, se produce un golpe de estado que derroca a Chávez. El presidente es apresado por algunas horas pero el pueblo, casi como levadura que no puede mantener su forma por mucho tiempo, sale intempestivamente a las calles a reclamar por su presidente, que recupera la libertad y con ella, el cargo que nunca se le debió haber arrebatado.
Los dueños del capital de toda América no fueron obtusos al momento de marcar el 2002 como el propicio para tumbar a un gobierno con sed de soberanía como Venezuela. Ese mismo año, en Brasil, había elecciones y se presumía que el PT, con Lula Da Silva a la cabeza, podía imponerse. Y solo meses más tarde, en 2003, Argentina elegiría al líder del Poder Ejecutivo luego de dos años de una violencia social inusitada, producto de medidas desregulatorias y de ajuste constante. Entonces, el intento fallido de derrocar a Chávez asomaba como una advertencia ante la región. Avisaban que, junto a la oposición política, los medios y los poderes económicos no estaban dispuestos a desprenderse de aquello que los gobiernos anteriores les habían brindado a cambio de protección y legitimación constante.
El tridente, aparte de funcionar como socios estratégicos intra-Mercosur, fue clave en el rechazo al ALCA y en la conformación de la UNASUR, entre otras decisiones fundamentales. El resurgimiento de estos pueblos marcó el camino para que países como Chile, Ecuador y Bolivia se sumaran a la aventura “soberanista”, aunque claro, con éxitos disimiles.
Los gobiernos progresistas parecen haber alcanzado un techo de aceptación, después de varios años de elixir. Y las derechas vuelven con más democracia y marketing que nunca
Pero el presente para el PSUV, PT y FPV no es de gloria. De hecho, es totalmente incierto. Los gobiernos populares se enfrentan a la avanzada mediática y económica, pero también a la falta de autocrítica. En sus discursos públicos, los discursos que definen los votos, no existe la crítica interna, el desacuerdo constructivo. No hay un baño de sinceramiento que permita avanzar. Los discursos se estructuran en función de relegar la pesada responsabilidad de su propia conducta. Y Maduro lo confirmó cuando, antes de decir que ellos habían sido derrotados, afirmó que la guerra económica era la que había triunfado.
Brasil es, por el momento, el que puede ser exceptuado de esta fiebre de delegación de errores. Desde la concreción del Mundial 2014, donde los habitantes de las favelas y de las clases media-baja se revelaron por los montos destinados al show futbolístico, hasta el escándalo de proporciones épicas de Petrobras, al gobierno brasileño no le quedo más opción que asimilar y aceptar los errores. Claro que, para poder imponerse en las elecciones, Dilma necesitó apaciguar los ánimos progresistas de su gobierno y colocar al frente de la economía a un representante del mundo de las finanzas paulistas, con las consecuencias a la vista.
En el Palacio de Miraflores la autocritica reina por su ausencia. Sin dudas los logros alcanzados por el chavismo son inconmensurables. Se recuperaron recursos naturales estratégicos, como el petróleo y la empresa PDVSA, hubo una gran distribución de la renta petrolera, sobre todo para los sectores más marginados. También se aplicó una reforma agraria, ya que el 70% de las tierras productivas estaba en manos del 3% de la población, aunque esta reforma no tuvo consecuencias considerables. La medicina llegó a los barrios más carenciados, los programas de alfabetización dejaron menos del 5% de la población analfabeta y se instauró una nueva Constitución que generó un nuevo tipo de participación popular. “Pasamos de una democracia representativa, a una participativa”, aseguraba Chávez. Esta ampliación de derechos produjo el enfrentamiento con los sectores económicos más fuertes, librando una batalla hasta el día de hoy. Pero no todo se resume a eso.
Venezuela tiene en el debe la generación de una matriz productiva de alimentos y demás víveres, ya que se ve obligada a importar el 80% de lo que consumen sus habitantes. Si bien la burguesía local nunca se mostró interesada en invertir para la producción local de alimentos, el Estado, con un barril de petróleo tocando precios records durante varios años (principal fuente de ingresos del país), fue incapaz de generar políticas atractivas que lo fomenten. Hay que cuestionarse de que sirve una movilidad social ascendente si los sujetos se ven impedidos de adquirir elementos básicos como papel higiénico o harina. En el mejor de los casos, solo algunos lo consiguen a precios exorbitantes luego de 3 horas de cola.
Tampoco ayuda la decisión de mandar a la cárcel a la mayoría de líderes opositores. Lo único que generan estas actitudes es una creciente crispación social y, aparte, enaltecer la figura del sujeto. ¿Acaso hay que explicárselo al chavismo, cuyo líder emergió luego de ser apresado en 1992? ¿De qué sirve una democracia participativa si luego se apresa a la oposición?
Es deber de todos, pero fundamentalmente de los líderes, no permitir que el tridente regional quede reducido a cenizas. En todo caso, debe resurgir como el Ave Fénix
Argentina también vivió un proceso de recuperación de la soberanía nacional. Se dejó atrás las prácticas neoliberales y se recompuso la estructura (si es que quedaba alguna) del Estado a través de la nacionalización de empresas estratégicas y una apuesta al consumo interno, lo que revivió los dinosaurios industriales que supo dejar los noventa. Las consecuencias de estos procesos fue la generación de millones de puestos de trabajo y un aumento del poder adquisitivo real.
Sin embargo, el gobierno ha sido poco crítico de sus últimos 12 años. Más que poco crítico, ha enaltecido constantemente su manera de gestionar. Muchas personas se mostraban ofuscadas por oír que la causa de los males era Clarín, porque lo que les molestaba eran las cadenas nacionales y la inflación. Querían el Futbol Para Todos, sin el hostigamiento de la propaganda oficial durante las pausas o el transcurso del encuentro futbolístico. Querían una industria fuerte, no el armado de artefactos tecnológicos o autos con partes extranjeras.
En el éxtasis de la venta y de recaudación de las empresas automotrices el gobierno mostraba, orgulloso, los números records que se obtenían año a año. Parecía no inmutarse por el hecho de que, en promedio, un auto “fabricado” en Argentina tiene un 70% de partes importadas. Cuando la restricción externa le tocaba la puerta a Cristina, el gobierno tomo cartas en el asunto y generó políticas para la producción de autopartes en el país. Fue tarde.
Los restantes gobierno populares de la región tendrán que tomar nota de lo sucedido en estos tres países, pilares del progresismo Latinoamericano. La región necesita iniciar un proceso de autocritica constructiva, superadora. La discusión tiene que ser más profunda, debe traspasar los límites del poder de los medios de comunicación y de las corporaciones financieras, que sin dudas pueden manipular a la sociedad y coaccionar a los gobiernos soberanos, pero como demuestra la historia, por si solos no pueden contra la voluntad popular.
Es deber de todos, pero fundamentalmente de los líderes, no permitir que el tridente regional quede reducido a cenizas. En todo caso, debe resurgir como el Ave Fénix.