Por Sebastián Senlle Seif
Análisis alrededor de la idea del «sujeto kirchnerista» y el rol de este en la coyuntura actual.
Nunca es sencillo realizar un balance y plantear los desafíos del porvenir sin cometer una serie de injusticias con el pasado, el presente y el futuro. Resaltar solamente los hechos más significativos, soslaya una larga serie de batallas más silenciosas o menos taquilleras, que no por eso son menos importantes. A su vez, comete el error conceptual histórico de plantar un mojón temporal en torno a hechos que, en rigor de verdad, se vienen amasando, macerando y madurando en la sociedad con diferentes niveles de intensidad, desde tiempos anteriores. Por otra parte, plantear desafíos de cara al futuro es una lectura precaria llevada a cabo desde la parcialidad de esa ya de por sí escueta instantánea congelada del año que pasó y de lo transcurrido en este 2015. Sabemos muy bien que la intención de periodizar, de realizar balances temporales o recortes cronológicos con lecturas de la realidad pasada y por venir son recursos teóricos que nos ayudan a la comprensión de los fenómenos, pero muchas veces nos cuesta hacernos cargo de la perentoriedad de esas lecturas. Replicar toda la realidad en hojas de papel tal como ocurrió -representar lo vivido de un pueblo- es una tarea imposible y, a la vez, vana. Por estos motivos, las siguientes reflexiones son recortes y parcialidades de una realidad siempre más compleja, pero que se excusan tras lo que definiremos en breve acerca del kirchnerismo como un movimiento asentado en bases ontológicas de un no-sujeto.
La primera de las cuestiones que tenemos que aclarar, remite a uno de los grandes interrogantes que el CEPES se viene planteando desde su origen: la existencia o no de un sujeto kirchnerista o, más bien, la capacidad de esa fuerza política de hacer/se sujeto. En documentos anteriores hemos analizado el tópico largamente, con lo cual vamos a decir simplemente que en este artículo no nos interesa revisar si el movimiento no ha querido/sabido llevar esta tarea a cabo, sino la propia matriz de realización política que imposibilita hacerse sujeto o, mejor aún, ser un movimiento del no-sujeto. Si desde los comienzos de la gestación del movimiento definíamos al mismo como una amalgama de heterogeneidades capaz de aglutinar a diversos movimientos sociales y grupos políticos en torno a la reconstrucción de un país que se levantaba tras el peor derrumbe de su historia, en diversos gestos y, sobre todo, luego del masivo acto de la juventud en el estadio Vélez Sársfield, interpretamos un corrimiento de esa lógica que intuíamos en dirección hacia una empresa fundacional. Una suerte de apuesta hacia aquellos que parecían ser puramente kirchneristas, no mediando en ellos una identidad clásica como la del sujeto obrero, empresarial, sindical, etc. En suma, jóvenes cuya experiencia política anterior había sido surcada por el neoliberalismo y el “que se vayan todos”, pero descubrieron a lo largo de esta década, nuevas formas republicanas de participación en la cosa pública. Los hechos posteriores, las marchas y contramarchas, las fuertes apuestas políticas que se dirimían al mismo tiempo en las calles e instituciones estatales y en una opinión pública formada al calor de medios de comunicación masivos encarnizados en la lucha por sus propios intereses, fueron cambiando este panorama. Lo que en un primer momento parecía ser el repliegue hacia esas fuerzas puramente kirchneristas con un ánimo fundacional, terminó diluyéndose en un juego que resultó ser más complejo.
Luego de la victoria arrolladora del FPV en 2011 que colocó nuevamente a Cristina Fernández como Presidenta y líder indiscutible del movimiento nacional, desde el CEPES opinábamos que las nuevas luchas y desafíos iban a venir desde el interior mismo de dicho movimiento. Con una oposición atomizada y un respaldo electoral heterogéneo que no prescindió de representantes garrochistas, las nuevas disputas provendrían de adentro. En el escenario posterior de repliegue hacia una empresa fundacional –donde, incluso, se perdió el apoyo de una parte del movimiento obrero- que no contemplara a los tibios o dudosos, una amplia corriente de opinión vislumbraba una suerte de recelo hacia quien parecía poder reunir los votos necesarios en una futura contienda electoral en que Cristina Fernández no podría participar y no habían herederos legítimos –o legitimados- del movimiento. A lo largo del discurrir de esa actitud dubitativa, llegamos a las elecciones de medio término del 2013 con la aparición de un candidato que pudo capitalizar astutamente los beneficios del proyecto por haber formado parte de él, pero con una serie de críticas estructurales que lograba reunir justamente a aquellos sectores cuyos privilegios se habían visto afectados. La ruptura vino desde el interior del movimiento, pero no por parte de Daniel Scioli, sino de Sergio Massa. Incluso algunos gobernadores que habían desairado al primero en una instancia, tuvieron que matizar sus apreciaciones luego del golpe de efecto del segundo.
Lo cierto es que la política es dinámica, tiene como centralidad al conflicto y requiere de una gran habilidad para anteponer la virtú cuando la diosa fortuna no resulta favorable. Si la coyuntura nacional e internacional no permitía dar garantías de una continuidad del proyecto nacional y popular volcándose a la empresa fundacional, estaba la posibilidad –paradójicamente fundante en el caso del kirchnerismo- de sostener una política de aglutinamiento de diversos sectores que le dieran espesor al debate público. Si creemos que hacer sujeto –subjetivarse o, también, sujetarse- implica adquirir una identidad que nos haga ser iguales a nosotros mismos, identificar un origen que nos diferencie claramente de aquello que no somos en un proceso de abroquelamiento expulsador de otras subjetividades, entonces sostenemos que no hay tal sujeto kirchnerista. En este sentido decíamos en el primer párrafo del texto que hablamos de un movimiento del no sujeto. Luego del intento disciplinador de búsqueda de una identidad kirchnerista que pudiese significar un resguardo frente al magma heterogéneo post 2011, el escenario actual parece mostrar una fuerza recompuesta y con indudables chances de victoria electoral en 2015, fortalecida justamente por una larga serie de aciertos en diversos ámbitos de la vida pública pero también por haber evitado la sujeción que hubiese quitado al conflicto del centro de la propia fuerza, y lo hubiese instalado del lado de los adversarios.
Hoy en día a nadie le resultan tan excitantes las alianzas y las idas y venidas de las fuerzas políticas opositoras, como la forma en que los (pre)candidatos del FPV van a jugar sus fichas o si Cristina Fernández le hace un guiño a tal o cual. Resumiendo, el gran acierto fue seguir haciendo política en términos de movimiento más que de partido, dejando los nudos conflictivos para sí, y dando respuestas a los mismos a través de un poder de iniciativa que deja a la oposición rascándose la cabeza.
Sin embargo, hay otro aditamento que hace que esta realidad no sea amigable con los analistas que buscan certezas predictivas. Si tomamos como cierta la casi unánime lectura de encuestadores que ven que el efecto Massa está en una etapa regresiva, entonces no es difícil retomar en nuestros análisis el factor dubitativo del kirchnerismo, encarnado en la figura de Daniel Scioli. Y no dubitativo porque él lo exprese de este modo (siempre ha indicado discursivamente que está dentro del movimiento), sino por los gestos complacientes que tiene con todos, incluyendo a aquellos con quienes los kirchneristas puros no quieren sentarse. Éste ha sido su sello propio a la hora de hacer política.
El conflicto, creemos, no es tanto si el Gobernador de Buenos Aires elige correrse o no de su postura –cosa que resulta muy improbable- sino las acciones que el resto de los precandidatos del movimiento realicen respecto de ella. El kirchnerismo ha encarnado, como lo ha hecho el peronismo, una suerte de motor nemético cuya fuerza centrípeta tiende a aglutinar aquello que para muchos es esquivo, casi imposible de homogeneizar. Para estos casos, la conducción es el condimento infaltable, el aglutinante. El hecho de que Cristina Fernández no pueda ser reelecta es lo que abre el juego en ese motor que debe reacomodarse, regular nuevamente las revoluciones para mantener las cosas en su lugar. Por ese motivo, también, hay muchas expectativas por los gestos de una Presidenta que tiene un gran poder –muy sugerente dado que estamos en la recta final de su mandato- para definir las correlaciones.
El escenario está abierto a las variadas posibilidades que ofrece la democracia participativa, así como a las interpretaciones de los observadores. Ya hemos dicho que no somos amigos de la futurología, no tanto por el temor de cometer errores de interpretación, sino por la propia forma de entender la política que tiene este movimiento. Sin embargo, sin mucha originalidad dado que esto ya se ha visto en innumerables ocasiones en esta última década, creemos que CFK privilegiará las opciones que impliquen mantener los nudos conflictivos dentro del movimiento. Si esto es así, es improbable que tanto la Presidenta como Scioli –por su propio modo de hacer política- vayan por el camino de la sujeción, o la identificación de sí mismos como diferentes. Veremos entonces cómo juegan sus fichas el resto de los precandidatos del Frente para la Victoria a la hora de inclinar la balanza. Veremos, por último, quién es capaz de expresar la virtú que los nuevos tiempos reclaman, más que someternos a la búsqueda estéril de supuestos legítimos herederos.