A pocos días del 70 aniversario del 17 de octubre de 1945, los argentinos concurriremos a las urnas. Daniel Scioli, el candidato mejor posicionado para vencer en los comicios, llega el momento de afrontar la responsabilidad para la cual, según él mismo reconoce, se preparó toda su vida: alcanzar la investidura presidencial. Para todos los argentinos también se abre una oportunidad histórica: la de institucionalizar definitivamente un proyecto nacional cuyos orígenes míticos se remontan a la gesta histórica de aquel 17 de octubre.
Según una perspectiva bastante difundida en las ciencias sociales, las revoluciones exitosas reconocen tres etapas: la doctrinaria, la revolucionaria y la institucional. La primera remite a la definición de sus fundamentos, sus valores y sus utopías; la segunda, a la etapa de la confrontación en sí, generalmente violenta, y la tercera a la naturalización de ese proyecto por el conjunto de la sociedad, a la consolidación de un consenso generalizado respecto de ese proyecto revolucionario, con las redefiniciones y ajustes propios de su interacción con otras opciones, y el inevitable paso del tiempo.
Para todos los argentinos también se abre una oportunidad histórica: la de institucionalizar definitivamente un proyecto nacional cuyos orígenes míticos se remontan a la gesta histórica de aquel 17 de octubre.
A diferencia de otros procesos revolucionarios, el peronismo, como “hecho maldito del país burgués” –en palabras de John William Cooke-, propuso una revolución pacífica, privilegiando el paso del tiempo al derramamiento de sangre, según la difundida definición de su fundador. Definió su marco doctrinario, sus principios de independencia económica, soberanía política y justicia social, redefinió la matriz productiva apostando por la industrialización y estableció una nueva matriz de un Estado Social, ampliando derechos y redistribuyendo la riqueza.
Paradójicamente, la oposición nostálgica del paraíso conservador y semicolonial previo a la Revolución de 1943 no escatimó ningún recurso a su alcance para evitar que el programa del peronismo consiguiera institucionalizarse definitivamente como el Proyecto Nacional de la Nación Argentina, exigiendo como tributo la sangre de miles de mártires del campo popular.
Esas intervenciones reiteradas a lo largo de la segunda mitad del Siglo XX, permitieron la convivencia de dos proyectos de país, con capacidad de veto recíproco, pero estériles al momento de consagrarse como guía universalmente aceptada de un destino nacional común. De ahí las marchas y contramarchas que tanto daño causaron a nuestra economía y a nuestra sociedad.
Las condiciones son de este modo adecuadas para que Daniel Scioli, en caso de resultar electo, pueda abordar la etapa final de la revolución iniciada por Juan Domingo Perón en 1945: la que corresponde a la institucionalización de sus principios.
Tras la crisis de 2001, una nueva etapa se abrió en la historia de nuestro país. La llegada a la primera magistratura de la fórmula Néstor Kirchner – Daniel Scioli, en un contexto social altamente explosivo, posibilitó la recuperación de las principales contenidos del proyecto doctrinario del peronismo clásico, en una especie de actualización de sus fundamentos doctrinarios. Cristina Fernández de Kirchner continuó con ese proceso –siguiendo con nuestro modelo, correspondería a una etapa “revolucionaria”-, ampliando derechos, desendeudando al país y potenciando nuevas áreas productivas. Como corresponde a la lógica de un proceso de cambio en el reparto de la riqueza y la redefinición de competencias sociales, la lógica amigo-enemigo se impuso en el tablero político. Sin embargo, pese a la ebullición de la confrontación, la mayoría de las realizaciones –asignación universal por hijo, blanqueo y del personal doméstico, re-estatización de Aerolíneas Argentinas y de YPF, políticas de desarrollo de CyT, etc.- terminaron siendo aprobadas por la misma oposición que, en su momento, utilizó todos los recursos a su alcance para intentar impedirlas. Y esto no se debe a un súbito cambio de opinión de los opositores, sino a su aprobación y naturalización por la gran mayoría de la sociedad argentina.
Las condiciones son de este modo adecuadas para que Daniel Scioli, en caso de resultar electo, pueda abordar la etapa final de la revolución iniciada por Juan Domingo Perón en 1945: la que corresponde a la institucionalización de sus principios. La inmensa mayoría de la sociedad argentina demanda una alternativa de continuidad con cambios. Y los cambios deseados se identifican, justamente, con el estilo político y los aspectos privilegiados por el candidato durante su dilatada gestión pública: capacidad de diálogo, determinación de considerar al otro como adversario y no como enemigo, compromiso con el proyecto nacional y popular, énfasis en temas claves como el desarrollo industrial, la seguridad, la salud, la calidad educativa, el turismo y el deporte. Y, sobre todo, una voluntad de escuchar y obtener consensos, tanto a nivel nacional e internacional, que permitan el ansiado despegue definitivo de nuestra economía y el incremento de la calidad institucional.
Se abre una etapa histórica para la sociedad argentina. El próximo domingo 25 de octubre, el pueblo soberano deberá expresar su veredicto.