Chile y la reforma educacional

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Tuvieron que pasar casi 24 años para que la arena política chilena comenzara a experimentar verdaderas tensiones. Salvo por algunos episodios en materia de Derecho Humanos, desde la vuelta a la democracia el congreso chileno se caracterizó por una moderada distancia ideológica entre las coaliciones que han gobernado desde la vuelta a la democracia: la Concertación –ahora Nueva Mayoría– y la Alianza.

Reducido el congreso durante años a deliberaciones sobre asuntos administrativos y a la profundización del modelo económico heredado de la dictadura, la política chilena comienza a retomar ese ritmo propio de los sistemas de partidos competitivos propio de democracias consolidadas: fuerte (o no) debate ideológico dentro de las reglas del juego democrático. Ni el fantasma del marxismo soviético ni la posibilidad aparente de un golpe de Estado sirven ya como excusa para evitar debates y reformas profundas que respondan a lo que la ciudadanía está pidiendo y que un régimen democrático les tiene permitido exigir.

En este nuevo escenario resultan significativas las palabras del ministro del Interior Rodrigo Peñailillo, quién afirmó este jueves 4 a la agencia de noticias DPA, que en marzo del año 2016 comenzarán con la gratuidad en la educación superior. No olvidemos que probablemente la promesa de campaña más importante de Michelle Bachelet fue justamente la completa gratuidad de la educación superior.

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Desde que el movimiento estudiantil puso el tema en el tapete, la idea de una reforma educacional que incluya la gratuidad universal para la educación superior ha estado marcada por un fuerte debate ideológico.

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Los principales partidos de derecha se han opuesto desde un primer momento a esta reforma. La ex candidata presidencial por la Alianza, Evelyn Mathei, dejó muy claro que de salir electa trabajaría en reformas con el fin de mejorar la calidad de la educación, pero que objetaba profundamente la gratuidad universal. Desde que el movimiento estudiantil puso el tema en el tapete, la idea de una reforma educacional que incluya la gratuidad universal para la educación superior ha estado marcada por un fuerte debate ideológico. Desde la derecha –y algunos sectores de centro– se oponen rotundamente a que los sectores más acomodados accedan a la gratuidad teniendo los recursos necesarios para pagar. En estricto rigor la educación jamás es gratuita pues la pagan todos los contribuyentes. Mejor aún, un sistema tributario progresivo –propio de los países desarrollados que la misma derecha chilena pone como ejemplo para otros asuntos– haría que los que más ingresos tienen más paguen. Adivinen cuál ha sido la reacción de amplios sectores de la derecha, y sobre todo del sector empresarial cuyos intereses defiende, a la reforma tributaria aprobada en septiembre de este año por el Congreso chileno.

Por su parte, el argumento que el gobierno de Bachelet se apropió del movimiento estudiantil es que sin una total igualdad de condiciones no se puede acabar con la profunda segregación y la desigualdad social. Recordemos que según el informe preparado por el Foro Chileno por el Derecho a la Educación, que esta semana está presentando sus resultados en la ONU, Chile tiene el sistema de educación más privatizado y segregado entre los países de la OCDE.

Pero donde se puede ver la disputa ideológica con mayor claridad es en ponerle fin al lucro en la educación. En Latinoamérica sabemos muy bien que un tema es complejo cuando un sector del espectro político acusa a otro de estar atentando contra las libertades individuales. Gran parte del argumento de la oposición al fin al lucro se basa en la libertad de enseñanza. Pero el asunto es que lo que el fin al lucro busca es que la educación no sea un negocio y menos que se puedan usar recursos públicos para ello. La libertad de enseñanza, es decir, la posibilidad de que puedan existir proyectos educativos alternativos a la educación provista por el Estado, nunca ha estado en peligro.
Probablemente si la educación fuera de calidad y estuviera a la altura de los estándares internacionales de los países de la OCDE sería difícil atacar el modelo de mercado chileno. Si este modelo no reprodujera las profundas desigualdades sociales y económicas –Chile es el país con la peor distribución de ingresos de la zona– una reforma estructural de esta envergadura estaría sobrando. Pero es éste justamente el problema. Según el economista de la Universidad de Chile, Roberto Pizzaro, “el modelo económico concentrador, el repliegue del Estado en educación y un sistema escolar basado en el lucro han afectado seriamente la educación chilena. Los hijos de familias de bajos ingresos reproducen la miseria de sus padres en escuelas municipalizadas inservibles y en privadas subvencionadas, que en vez de enseñar enriquecen a empresarios inescrupulosos. Entretanto, persistirá la mala educación para el 90% de los niños chilenos, en las escuelas municipalizadas y privadas subvencionadas. Los que accedan a la educación superior, con sus bajos puntajes en la PSU, ingresarán a universidades de baja calidad y estudiarán profesiones sin demanda en el mercado. Crecerá el ejército de profesionales desocupados y en el mejor de los casos llegarán a servir como empleados de los jóvenes de su misma generación, que serán ejecutivos de las empresas de sus padres. El futuro de los niños de Chile está marcado por su nacimiento”.

La lucha está instalada. La política se saca las vendas y se quita el polvo del cuerpo.

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Carlos Javier Montecinos

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