El sentido por el cual una organización cualquiera es constituida puede reducirse a uno fundamental y originario: encauzar las voluntades y las acciones de múltiples individuos hacia una voluntad y una acción unificadas. En la organización se pierden ciertas libertades del individuo aislado. Se asumen compromisos que limitan su horizonte de alternativas y de decisiones posibles. Esta renuncia tiene como contraparte el hecho de que la acción conjunta de toda la organización uniforme es ciertamente más potente que la del individuo en soledad. Ninguna persona aislada puede realizar las transformaciones que ella misma sueña. Es la organización la que hace posible la realización en la tierra de los ideales del soñador. En ese sentido, la renuncia a ciertas libertades está más que justificada. Pero la renuncia sólo en casos extremos es absoluta. Las organizaciones se constituyen con una finalidad. Las organizaciones políticas, por ejemplo, sólo constriñen al individuo en lo respectivo a su acción política en la sociedad. Sabemos de sobra que después ellas quieren manejarnos toda la vida si las dejamos. Pero en principio sólo se interesan en que tomemos las decisiones políticas y actuemos políticamente “todos juntos y de modo organizado” para la consecución de un fin (a priori) colectivo.
En democracia, la política es electoralista. Y las organizaciones políticas juegan con esas reglas. Es atendible la defensa de la construcción política que trasciende las elecciones y que no se ciñe exclusivamente a ellas. Que no piensa en subir uno o dos puntitos en una encuesta cada vez que toma una decisión política. Porque tiene convicciones, más allá de lo que “mide” o “no mide”. Más allá del cálculo del marketing político. Nadie puede estar en contra de defender la política de programas y de ideales en tiempos donde cada vez más hay campaña constante y se hace política y se gestiona con el minuto a minuto del rating, televisivo o no. Y por supuesto que hay que pensar en el largo plazo, a veinte años y no en el día a día. Pero para transformar en veinte años hay que ganar las elecciones de acá a veinte años. No hay que vivir de elección en elección. Pero tampoco hay que subestimar la importancia de las elecciones y de la política electoralista en un contexto democrático como el que vivimos. En última instancia es el voto la expresión de representatividad y de legitimidad de nuestro trabajo, de nuestros sueños y de nuestros ideales. Esto es así y debemos aceptarlo siempre, a menos que no seamos tan populistas como creíamos y nos enojemos con los votantes cuando no nos acompañan. Y si la política democrática es así, no tener una política para las elecciones es un sinsentido. La necesidad de discutir candidatos, de discutir una acción política electoralista en un año electoral (y más en uno sin reelección presidencial posible), no responde a la predisposición a la “rosca” de uno, dos, veinte o cien compañeros. Responde a la voluntad de no querer rifar el país los próximos cuatro años.
En las elecciones de los próximos meses se define el futuro de la Argentina. El futuro de los 40 millones, como nos gusta decir. Hoy, como siempre, quien tiene más posibilidades de ganar la elección presidencial de nuestro país es el peronismo, el Partido Justicialista, el Movimiento Nacional, el Proyecto Nacional, el Frente Para la Victoria, el kirchnerismo. Todos esos términos distintos que en octubre van a significar por un día lo mismo. Como suele suceder cuando hay que renovar intendencias, gobernaciones y presidencias. Conducir no es mandar, es persuadir. Y seguramente no haya mejor persuasión que la necesidad estructural de garantizar la supervivencia política y no sacar los pies del plato. Que la maquinaria siga andando. Es dentro del movimiento nacional entonces que se define el futuro del país. Sin embargo, en lo que constituye un escenario inusual en la historia del peronismo, las definiciones del movimiento nacional se dirimen en internas abiertas, lo que es en nuestra opinión una buena noticia. El gran partido de las mayorías argentinas, la identidad política de los sectores populares de nuestro país, define su futuro y el de la Argentina en primarias abiertas, simultáneas y obligatorias. El problema constituye en que la balanza está inclinada hacia un solo lado y a muchos compañeros no les gusta ese lado.
En un partido, en un frente electoral, pueden convivir una multiplicidad de organizaciones políticas diversas. En el FPV pasa eso. Cada una tiene su historia y sus matices. Es saludable y enriquecedor. Y es en los momentos de definiciones políticas importantes que las organizaciones políticas son más necesarias. Siendo su fuerza mayor que la de los individuos atomizados pueden inclinar la balanza y decidir el rumbo del futuro. Pueden hacer política. Deben hacerlo. Hacer política en un año electoral es hacer política electoralista. Necesariamente. Es en momentos como este que las organizaciones políticas deben asumir posiciones de manera explícita y con claridad. Y hacer política todos los días del año para lograr lo que ellas desean. La política electoralista no es el único modo de hacer política. Hay otros más valiosos y mejores. Pero repetir para adentro y para afuera que “el candidato es el proyecto” es subestimar la importancia del contexto electoral y rifar los próximos cuatro años de la Argentina. Si creemos que es Randazzo, vayamos con Randazzo. Si creemos que es Scioli, vayamos con Scioli. Pero, como me dijo una vez un compañero, “yo estoy en una organización, no para pensar individualmente mi voto, sino para actuar política y orgánicamente en favor de algo”. No diluyamos nuestras organizaciones en cien mil decisiones dispersas de individuos atomizados. Y no subestimemos la importancia de las elecciones en la política democrática. Porque el futuro de los cuarenta millones en buena medida depende de la elección presidencial. El futuro de las transformaciones realizadas depende de eso. Para seguir cambiando la Argentina, es necesario ganar las elecciones. Y en esas circunstancias inevitablemente nuestro proyecto necesita un candidato.