Memorias de un tiempo al que no quiero volver. Cultura, política y estética

Cultura, política y estética van todas juntas y para todos y todas o no sirven para nada

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¿Loco que te la das de intelectual?

Así me agitó una compañera ayer. Para luego instarme a profundizar las reflexiones.

¿Acaso Tinelli no fue parte de la cultura popular?

Y tiene razón, rechazar a Tinelli es rechazar las formas de identificación y de reconocimiento de quienes lo miran. Eso es lo más jodido. Algo de nosotros reía con él.

Pero a mí no me causaba gracia. Más bien me generaba una sensación como de angustia.

-¡Ay el! A él no

Dijo la compañera. Y me preguntó con qué me reía. Y recordé entonces cómo juntaba cada moneda y cada peso para comprar una gran historieta.

Cazador de Aventuras. Un comic creado en 1992 por Jorge Luis Pereyra, Alias Lucas. Un talentoso dibujante que la peleó desde la salida de Cazador hasta el 2001, allí decidió irse a trabajar para DC Comics y dibujar los villanos de Batman.

El Cazador era un antihéroe inmortal. Vivía en una iglesia abandonada o en un derpa en Fuerte Apache según la ocasión. Desarreglado, sin disciplina, sin trabajo fijo, hincha de Racing. Sólo le importa pasar el momento, comer, dormir y cojer.

Puro desborde. Sin una ética ni moral fija. Pero siempre se las arreglaba para enfrentar el poder. Parecía que el tipo sólo pensaba en él. Pero en el momento menos pensado algo pasaba y tomaba partido por dos o tres cosas que no se venden, aún en un momento donde se celebraba fervientemente el libre mercado.

En 1999 se mofó de Duhalde y De la Rua cuando fue censurado. Se reía Menem, de Graciela Alfano (una de sus novias), de Superman y Goku.

En los 90 lo popular estaba condenado a ser objeto de consumo, volverse kischt tal como Ricky Maravilla o someterse al escarnio.

Pero algunas producciones de la industria cultural gambeteaban ese encierro. Y cuando eso pasaba, por las astucias de la estética (parafraseando a Hegel y choreando a Gonzalo Aguilar), muy a pesar de los que laburaban siendo intérpretes de ese “sujeto plebeyo” y cobrando de lo lindo, se vislumbraban las experiencias de lo popular que no sólo agachaban el lomo, que no sólo aguantaban, que no sólo hacían lo que podían con lo que tenían a mano.

Allí lo popular era un desborde que amenazaba desde las fronteras de la cultura. Era eso que no podía reducirse a objeto de mercado y que tampoco era resistencia en el campo del otro. Crecía como amenaza en un espacio propio. Pero no trascendía el espacio fordosamente protegido por la espesura de los territorios de la exclusión. Allí estaban los pibes, en la esquina, aún después de todo lo que se había insistido para mandarlos a las casas, para transformarlo en individuos, los pibes se seguían juntando.

Y desde afinidades dadas por elecciones musicales, deportivas iban armando colectivos. Ahí estaban los pibes ocupando el espacio público, cantando las calles son nuestras (Ataque 77). Pero también se seguían juntando desde otros lados. Desde la organización política, tomando las viejas experiencias y creando nuevas. Inventando ahí donde parecía no haber salida. Y así surgía ese oxímoron que les quemó los libros a más de uno “el movimiento de trabajadores desocupados”. Fue el momento en que, como me señaló

Juán Pablo Cremonte una vez, el barrio le enseño a la academia q cultura, política y estética iban todas juntas o no servían para nada.

Y entonces la parodia, la alegría se transformaba en una risa colectiva. Y aparecieron relatos de organización cultural y política. Fue necesario llegar a un punto de quiebre tal en que todos esos relatos y todas esas experiencias emergieron.

Y fue necesario que surja un intérprete de lo cultural y lo político capáz de aunar esas fuerzas, esas risas, esas estéticas.

Esas expresiones, esas estéticas surgen hoy ante una nueva crisis, vuelven a mostrarse. Nos queda entonces el desafío de abrir uno, diez, mil espacios de encuentro, de compartir y practicar el espacio público. Y desde ellos enfrentar el poder, hacerlo evidente, reírnos de él y construir otras formas de poder.
Lo popular es plural, coral, tiene muchas voces. Cuando así lo entendemos lo popular se transforma en un programa político capaz de construir una hegemonía democrática. Cuándo nos olvidamos de ello. Volvemos a relegarlo a un simpático personaje de historieta que pelea nuestras batallas.

 

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Christian Dodaro

Dr. en Ciencias Sociales. Docente UBA