En política hay, fundamentalmente, dos elementos. Uno es la ideología, otro es la praxis. De un lado la convicción, del otro el pragmatismo. De un lado el sentimiento, los valores, los fines últimos. Del otro, la acción real, la experiencia fáctica, los medios a veces oscuros a partir de los cuales nos movemos. La disputa cruda del poder real, despojada de los discursos embellecedores. De un lado la razón por la cual militamos. Del otro, la militancia tal-cual-existe. La estructura de poder se autorreproduce hasta el infinito repitiendo sus prácticas incesantemente. Si pierde contacto con el valor que la llena de contenido, se convierte en una cáscara vacía. En un aparato. Pero la más bella de las convicciones, la más sincera pasión por la lucha por un mundo igualitario (por ejemplo) es estéril si teme disputar el poder real. Si estima más la belleza de su acción que la bondad de sus resultados.
En la Argentina, hubo una década en la que estos elementos estuvieron divorciados. Empezó en 1989 y terminó en 2001. Solemos referirnos a ella como “los noventa”. En los noventa, de un lado estaba el poder, el Estado, el partido, el movimiento nacional, la definición de las cosas que importaban en la argentina, la política posta. Y bien lejos de ahí estaba la militancia de la convicción, de las ideologías (que se resistían a morir), los ideales, las utopías. La política real se limitaba a administrar el statu quo existente. Era una sólida máquina de gestionar lo que ya estaba allí y de seguir las corrientes internacionales de pensamiento económico y social que instruían la destrucción de la Argentina Peronista. El menemismo como conducción del movimiento nacional es repudiable a partir de los resultados nefastos que tuvo su acción sobre la Argentina. Pero, ¿cuáles fueron los maravillosos frutos de la resistencia antimenemista que tan injustificadamente hemos glorificado? Siendo breve, pueden reducirse a dos: algunos aportaron piedras, otros aportaron un candidato a vicepresidente a la UCR, que aplicó políticas aún más antipopulares. El antimenemismo, la política de la convicción de los noventa, no cambió en nada la vida de las mayorías argentinas. Y es según este criterio que las experiencias políticas deben ser juzgadas.
La transformación de la Argentina en beneficio de las mayorías y de los sectores populares vino en la década siguiente. Una década que empezó en 2003 y a la que solemos llamar “kirchnerismo”. El kirchnerismo realizó esta transformación justamente a partir de la reconciliación de los dos elementos claves de la política: el poder y la utopía. Tomó el poder (el movimiento nacional) y lo condujo hacia la utopía (el “país normal, pero también mas justo”). Tomó a un partido supuestamente conservador, retrógrado, corrupto, cooptado y repodrido como base para la reconstrucción de la Argentina. Y lo logró. La transformación de la Argentina no se hizo desde el Frente Grande, ni desde el Frepaso, ni desde la CTA, ni desde el movimiento piquetero, ni desde la nueva izquierda, ni desde la nueva política. Se hizo desde el PJ. Esto no es una valoración, es simplemente la constatación de un hecho. La principal lección del kirchnerismo es esta: el país se cambia con poder. No tirando piedras ni con terceros partidos que niegan a los dos movimientos populares más grandes de nuestro siglo xx. La herramienta de transformación es la política. Y en la Argentina desde 1946 para acá, la política es el movimiento nacional.
Hoy nos encontramos en una encrucijada. No por el resultado de la elección, que probablemente será una vez más la victoria del movimiento nacional argentino. El problema consiste en la posibilidad de que nuestra fracción del movimiento, la que lo condujo los últimos once años hacia la transformación en favor de los sectores populares y la reconstrucción de la Argentina Peronista, pierda posiciones dentro del equipo ganador. Ante esta coyuntura, algunos compañeros plantean la huida hacia un refugio: el refugio de la convicción. Consolidar la fuerza propia y resistir desde las calles cualquier avance del próximo gobierno contra las conquistas obtenidas. Considerar ajeno al próximo gobierno y volver a pelarla “desde afuera”. La disyuntiva “adentro/afuera” no es nueva. Fue el escenario en el que hubo que decidir en 1990. Chacho Álvarez fue por afuera. Néstor y Cristina Kirchner se quedaron adentro. Hoy sabemos cómo terminaron ambas experiencias. Y yo no quiero ser el Frepaso.