En 2003 el kirchnerismo llegó al gobierno y su discurso intentaba transmitir fundamentalmente la idea de cambio. Cambio es el nombre del futuro. Kirchner buscaba constantemente diferenciarse del período histórico anterior, esos doce años que van del 89 al 2001 y que llamamos “los noventa”. Cada una de las políticas, cada uno de los discursos, buscaban convencer a la población de que este capítulo del peronismo venía a revertir mucho de lo que había hecho el último. Que se ponía fin a la cooptación neoliberal del movimiento y que se volvía a enamorar, a retomar las banderas históricas. Y a incorporar otras nuevas, transversalidad mediante.
Los años que siguieron encontraron con un discurso que ponía el foco en el 2003 como el año de inflexión. El 25 de mayo de 2003 como fecha de nacimiento de un país nuevo. O al menos como inicio de su reconstrucción. El eje de la narración puesto en cómo estábamos en 2001 y cómo estamos hoy. La salida del infierno. Durante varios años, ese discurso político, fundado en una verdad histórica, funcionó. La experiencia de la crisis, del desastre, de la pobreza generalizada, estaba demasiado cerca como para olvidarla. Y el apoyo a ese gobierno que nos había sacado de allí parecía algo natural. Si no era apoyo, a lo sumo era apatía. Pero era difícil (o marginal) en 2007 plantarte frontalmente contra un gobierno que en sólo cuatro años te había llevado de una situación complicadísima a nivel nacional y también a nivel individual a un país normal, a tener un trabajo, a vivir en un país vivible.
En el 2015, ese discurso ya no funciona. La experiencia del 2001 está muy atrás. En las mentes de los argentinos, ya es parte de la historia y no de su vida cotidiana. No lo tienen en la cabeza. Ese momento del país está presente en las mentes del reducido sector de la sociedad que tiene la política en sus prioridades vitales, pero no en las de las mayorías que te hacen ganar las elecciones. Es como si en 1996 hicieras campaña hablando de la vuelta de la democracia. De Alfonsín. La gente ya tenía en la cabeza otras prioridades y otros recuerdos. Hoy la mayoría de los argentinos no piensan en el 2001. Ni en el 2003. Piensan en el futuro. Eso también es un logro de este proyecto político. Ha vuelto a poner de pie a la Argentina. Ha logrado que el que no tenía nada hoy tenga sus necesidades básicas satisfechas. Que el desocupado hoy tenga trabajo. Que el que tiene trabajo tenga paritarias anuales, que su salario real haya aumentado. Que la clase media pauperizada y desintegrada hace trece años hoy se queje porque no tiene suficientes alternativas de inversión para que no se le desvalorice todo lo que ahorró durante el kirchnerismo. Y ese volver a poner de pie a la Argentina y a los argentinos implica que, después de varios años, la prioridad de la mayoría de nuestra sociedad deje de ser “que todo siga más o menos bien”. Que el reclamo sindical más importante sea no pagar ganancias. Que se pierda de vista el sostenimiento de las condiciones materiales más elementales y que el voto no sea defensivo, sino aspiracional.
Ante estas nuevas demandas sociales, frutos naturales de los años de crecimiento con inclusión y consumo, la militancia política y la dirigencia puede reaccionar de dos maneras. La primera (la más difundida) es básicamente culpar a sus portadores. Estigmatizarlos. Recordarles que “hasta hace poco no tenían nada”, que “todo lo lograron gracias a este proyecto al que ahora critican”. Decirles que son desagradecidos. Enojarse con ellos. Acusarlos de “subir la escalera y patearla para que no suba nadie más”. Fastidiarse con el electorado nunca es una buena decisión política. Puede ser una respuesta espontánea personal, una indignación individual pasajera. Un deseo de que las cosas fueran de otro modo. “Que la gente tuviera memoria”. Pero no es así. La mayoría del electorado no piensa la política y la historia del mismo modo que la minoría de la sociedad que hace política. Negar los hechos, desear con fuerza que fueran de otra manera, no modifica en nada la realidad sobre la que actuamos. Y enojarse con la mayoría del electorado es no tener vocación de mayoría.
La alternativa es sencillamente reconocer que un proceso político que realiza transformaciones en una sociedad necesariamente modifica al mismo tiempo las principales demandas de esa sociedad. Y al cambiar esas demandas, resulta necesario que la dirigencia y el discurso se adapten a ese cambio (si se quiere seguir gobernando, si se tiene vocación de mayoría). Lo necesario es proponer futuro a quienes ya se les consiguió el presente. Hay que dejar de decir lo mismo que desde hace once años. Es necesario poder articular un nuevo discurso para el nuevo país que kirchnerismo construyó. Si eso no sucede, posiblemente buena parte de la sociedad comience a ver en el oficialismo “el último de lo viejo” en lugar de “el primero de lo nuevo”, como decía Kirchner.