Se dijo aquí, una semana antes de las elecciones del 25 de octubre, que en 2015 se puso en marcha una operación cultural profunda para instalar al peronismo como exclusiva razón de las ruinas del país. Que es ése el objetivo de fondo alrededor del que pivotea el comicio por el recambio presidencial. La discusión va –e irá– más allá del escrutinio. Se arriesgó entonces, además, que ese plan iba camino al fracaso. Se trabajaba con proyecciones que finalmente se revelaron equívocas y estructuralidades conceptuales históricas que conocieron su excepción prima. Pero, atención: de la sorpresa de la inferior a la unánimemente prevista ventaja que Daniel Scioli realizó respecto de Maurizio Macrì no debe deducirse obligatoriamente una censura de tinte gorila en sí.
Un mapeo del voto municipal bonaerense que publicó el diario La Nación en su edición del domingo 1º de noviembre permite comprobar que el criterio que en esencia lo organizó en esta ocasión ha sido el examen específico de gestión: también Cambiemos perdió siete de las ciudades que gobernaba, todas en el interior rural de La Mazorca. Hace siete días se escribió en esta columna que habría en lo inmediato un debate sobre los motivos del veredicto que emanó de las urnas. Que el circuito adverso al oficialismo nacional querrá pintar a su provecho, obvio.
La impugnación al peronismo en general, y a su fase kirchnerista en particular, se basa en que representan experiencias de repotenciación del rol del Estado como equilibrio de la puja de intereses natural de toda sociedad. Todo camuflado bajo el llamamiento al cierre de la grieta, a combatir la corrupción y a recuperar el cuidado de las formas institucionales. Fines compartibles, no así en cuanto a su urgencia y genuinidad. Digresión: ello no equivale a desestimar recomendaciones a propósito de formas como las que hizo Santiago Costa en un post de su blog en el que solicita, no bajar, pero sí enrollar banderas en el desafío de ir a por la reconstrucción de mayorías.
Para lo que es imprescindible convocar ajenos, que rechazan, sobre todo, modos.
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Mario Vargas Llosa es uno de los patriarcas del liberalismo, a la sazón censor de toda política que no sea la propia. En los últimos años, la ha emprendido con dureza contra los gobiernos populistas que emergieron en la región sudamericana a posteriori del naufragio del Consenso de Washington entre nosotros. Tarea que se reparte con ilustres como Felipe González y José María Aznar.
Durante la semana que hoy concluye, el escritor firmó en el matutino español El País un texto, replicado aquí por La Nación, en el que celebra el buen desempeño de Macrì y va al hueso con la divulgación antiperonista. En efecto, Vargas Llosa atribuye al movimiento fundado por el general Juan Domingo Perón haber “conducido al empobrecimiento (…) más caótico y retardatario” a Argentina. Lo rotula, además, de totalitario, caballito de batalla de este tipo de alegatos. En definitiva, un fenómeno “más misterioso todavía que el del pueblo alemán abrazando el nazismo y el italiano el fascismo”, porque siempre es importante guardar la moderación a la hora de agraviar todo testimonio ciudadano que se aparte de sus sacrosantos señalamientos.
Casi al pasar, Vargas Llosa reconoce que el peronismo surgió como derivación de la absoluta inexistencia de oportunidades para los sectores populares hacia mediados del siglo XX, lo que precisamente los condenaba a la situación que el peruano sin embargo imputa a la prole dirigencial del tres veces presidente argentino. No se advierte, así, cuál pretérito añora el autor de La fiesta del chivo en varios pasajes de su nota, si se cree en su pesar por los flagelos sociales. Y si se refiere al que describe de la década del sesenta, mal podría negarle merecimientos en ello a Perón.
Cuando abunda en las que estima apoyaturas de lo que a su ver es la frustración nacional (la “política estatista e intervencionista [del peronismo] paralizó el dinamismo de su vida económica”), se entiende nítida su voluntad, tanto acerca del ayer como del futuro. En ese entendimiento, el programa de Macrì no sería el mejor en una compulsa plural –cuya supresión sentencia sin respaldo alguno–, sino el único “moderno, realista y democrático”, quedando para el resto el papel de desviaciones sistémicas. Bruta contradicción con el credo republicano la de ese dictamen.
El mensaje del establishment globalizado puede ser desprolijo, pero seguro no carece de claridad.
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Claudio Scaletta viene pasándoles el peine fino al proyecto de la Fundación DAR, el que desplegaría Scioli en caso de consagrarse presidente; como a las aisladas medidas de que anotician distintos referentes de un equipo económico que Macrì nunca termina de admitir como tal, sin hacer mérito de esa decisión. Con la idea de desmentir las hipotéticas semejanzas entre ambos, según la versión más difundida. Son dos, básicamente, las fisuras que los separan sin remedio.
Para comenzar, Argentina está complicada en el laberinto de la restricción externa, drama al que cíclicamente arroja una estructura productiva que endémicamente pide más dólares de los que genera en períodos de crecimiento para evitar la detención de su ritmo y de la posibilidad de continuar otorgando prestaciones. La encerrona dispara otras numerosas manifestaciones: inflación, déficits fiscal y comercial –o superávits exiguos; para el caso, da lo mismo–, encarecimiento del dólar; todos síntomas, no causas, del dilema principal. El cuadro dista de lo aterrador porque el nivel de endeudamiento soberano es insignificante, pero la memoria de crisis recurrentes se activa ante la reaparición de huellas similares a las de otrora –las recién aludidas–.
Los asesores de Scioli plantean operar en la raíz del asunto, diseñando una transformación del esqueleto productivo para que a posteriori requiera de menor cantidad de divisas. Los Melconian, Prat Gay y Frigerio apuntan en cambio a sus frutos: ese ajuste no sólo deja intocados los cimientos del problema, sino que lo agrava, pues el freno se congelará si se erosiona la demanda del mercado casero en el marco de un frente universal sensiblemente más delicado todavía.
En segundo lugar, la reforma propuesta por el candidato del Frente para la Victoria impone, a su vez, una reconfiguración de relaciones internacionales, explorando en vínculos alternativos a los tradicionales, que de poco han servido para sanar males que, se insiste, son periódicos.
Ello no obstante, lo visible son los indicios, que influyeron en la pérdida de sufragio que sufre el kirchnerismo desde 2011, empeorado por una sintonía fina prometida pero que, por lo que fuere, nunca se concretó. Vargas Llosa es la voz de los segmentos que aspiran a impedir una movida como la postulada por Scioli, tanto en el ámbito local como en el extranjero, y sincera la disputa central de la hora. Al FpV no le queda mucho tiempo para seducir que el suyo es el sendero más apropiado, ya no sólo para conservar las conquistas de doce años, sino para abarcar las nuevas expectativas.
El éxito de Cambiemos radica en su habilidad para subalternar las pulsiones más agresivas de varios de sus miembros tanto como para convencer de que las prioridades no son éstas sino la pacificación presuntamente extraviada. Angustia que ese argumento, estirado al extremo, desemboca casi en que los derechos elaborados desde 2003 no dependen en realidad de definiciones gubernamentales, y que perdurarán ad infinitum independientemente de las circunstancias que toque afrontar.
En ninguna variante es alentador el panorama: aún de triunfar, el gobernador bonaerense asumirá en un contexto estrecho: sin primacía en la Cámara de Diputados de la Nación y con todos los gobiernos provinciales grandes en manos de la oposición. El margen para prolongar rectificaciones hondas, en cualquier escenario que sea, se encogerá en relación al ciclo vigente.
Vox populi, vox dei, reza el adagio; pero es lícito lamentar el rumbo preocupante que hoy trazaría.

Pablo Papini
