Por Pablo Papini
El columnista del diario La Nación Francisco Olivera lo informó con elegancia, pero sin resignar contundencia: las inversiones dependen de que el sistema político entero se domestique al consenso ajustista que exige el empresariado que se congregó esta semana en el CCK. No sólo el PRO, la UCR y sus acuerdos parlamentarios de ocasión con el massismo y el segmento justicialista de los gobernadores. La megadevaluación, el pago a los Fondos Buitre, las desregulaciones comerciales y el blanqueo no son testimonio suficiente de amor para el establishment. Dicho sencillo: le piden a Mauricio Macri que, además de todo eso y de la flexibilización laboral que tímidamente comienza a machacar la prensa oficialista, triunfe en las elecciones legislativas de 2017. Pavada de requisito, en semejante marco, cuyas consecuencias sociales expone continuamente una de las espadas económicas del Grupo Clarín, Ismael Bermudez, desde su cuenta de Twitter. Algo parecido entiende la UCA, que de repente encontró datos que demuestran los avances de la década kirchnerista y los publica para graficar el contraste con los resultados del despliegue CEOcrático.
El reclamo de los hombres de negocios es lógico, leído desde su perspectiva. Por caso, y ya que recién se la aludió, una flexibilización laboral, esperable de un modelo que aspira a construir rentabilidad reduciendo costos y no a través del estímulo a la demanda (salarios, consumo), pondría a prueba las estructuras de los actores que hasta la fecha han sido colaborativos con Macri como ningún otro de los proyectos debatidos en nueve meses de gobierno. Se sabe, el sindicalismo es la columna vertebral del peronismo, con cuya esencia se organiza la contradicción principal sobre la que pedalea el cambio. Asuntos ya tratados en este espacio, el deseo de los que apostaron al ex alcalde porteño en 2015 es que su victoria se convierta en bisagra histórica, no mero enroque de administración. Rematar la larga agonía acerca de la que escribió Tulio Halperín Donghi. Eso debe traducirse en fierros institucionales para evitar riesgos como una Corte Suprema de Justicia que voltee el tarifazo. Porque aunque Jaime Durán Barba opine lo contrario, no se vive sólo de urnas y el Círculo Rojo pesa.
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José Natanson alerta de una complejidad en su editorial de la edición de septiembre de la versión argentina de Le Monde Diplomatique: la herencia de CFK es un colchón socioeconómico que amortigua el impacto del programa macrista. La derrota nacional y bonaerense del año pasado pegó duro en el peronismo, que no acierta a corregir su dispersión actual para afrontar el desafío crucial de 2017 –así, se insiste, lo viven sus adversarios–, en el que se juega nada menos que la consolidación o no de una filosofía que lo impugna en su médula. En otras palabras, la posibilidad de un reemplazo de hegemonía. Es cierto que los tribunales se han convertido en una amenaza para cualquiera que intente disentir con la nueva época: para no caer en la ex presidenta, ahí están para atestiguarlo Daniel Rafecas y, sobre todo, la dirigencia gremial, cuyos patrimonios se vuelven tema de polémica apenas amagan con alzar la voz. Y con proyección a escala regional: Dilma Rousseff levanta su mano.
Fernando Henrique Cardoso, antecesor de la destituida mandataria brasileña, solía repetir que la política no son las ideas sino la arquitectura que las viabiliza. El peronismo es el instrumento más apto para frenar la regresión en curso. Como bien señaló Alejandro Dolina hace unas horas, sus referentes más importantes (no sólo Cristina Fernández) no comprendieron sino hasta el balotaje las proporciones de lo que se dirimía en el duelo contra Macri. No hay mayor disenso, al interior de esa fuerza, en cuanto al diagnóstico del estado de situación.
Si no aprenden la lección y esta vez asumen mejor la responsabilidad que los convoca, el tropezón puede derivar en caída.