Carlos Pagni escribió en La Nación alabando el gabinete de ministros con que el presidente electo Maurizio Macrì inaugurará su gestión. Su tesis central exagera que este diseño, plagado de gerentes de potentes compañías privadas, augura un nuevo orden político. Superior, a su ver. En el que las prestaciones defectuosas de la gobernanza tradicional –siempre desde la perspectiva de su subjetividad– se corregirán, no reparando su racionalidad original –suponiendo que se concediera que viene fallando–, sino sustituyéndola por otra: la empresarial, con sus criterios. En su apoyo sólo ofrece una cita de Pablo Gerchunoff a Saint-Simon: «Los industriales, y no los juristas y los metafísicos, le darán la prosperidad a Francia. Hay que pasar del gobierno de los hombres a la administración de las cosas». Referencia completamente descontextualizada, ésa, vale agregar.
No hace falta rastrear invocaciones refutatorias de la que sustenta el relato de Pagni. De hecho, él mismo se corrigió, en su programa de TV, por la noche de la jornada en que publicó su columna en comentario. Apeló a Juan Bautista Alberdi, quien tenía tanta devoción como Saint-Simon por el empresariado, sólo que dudaba acerca de la conveniencia de trasplantarlos a la escena pública. Matiz que adhirió tal vez porque, leyéndose, se vio muy inclinado a favor del gobierno CEO.
La política tiene su propia naturaleza, así como una empresa la suya. Compuestas cada una de ellas por sujetos, diagnósticos, métodos y proyectos disímiles. Cuyos respectivos formatos surgen del estudio de sus objetivos, que es previo, y en lo que también difieren. Si se pretende que trabajen por fuera de sus dinámicas características, lo más probable es que fracasen. Esto no implica negar la necesidad de profesionalizar la actividad, ni mucho menos, por supuesto: pero ello debe hacerse a través de sus lógicas particulares, que no de otras importadas, que resentirían su ecosistema.
Si los propósitos de la política siguen siendo idénticos, conviene que nadie se haga muchas ilusiones con las mutaciones que anuncian las designaciones del próximo jefe de Estado. Sin dramatizar, es sencillamente lo que cabe esperar de un funcionamiento con mecánicas extrañas.
Hay una alternativa peor, si se entiende por objetivos a los destinatarios de las decisiones de gobierno: que, efectivamente, hayan cambiado. Entonces sí habría que temer a estas señales.
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Una lectura rápida de los nombres del equipo de Cambiemos permite concluir a su respecto que, desde el ángulo individual, no se diferencia en mucho de cualquiera de los colectivos que lo precedieron: los hay idóneos, los hay inidóneos; los hay sorpresivos, los hay impresentables.
En todas las familias de auxiliares que se han sucedido a lo largo de nuestra historia esto ha sido igual. La novedad de la recuperación de la autoridad presidencial que trajo Néstor Kirchner en 2003 supuso en este plano un plus: como nunca antes, a excepción del general Perón, el kirchnerismo negó parte en los nombramientos a los agentes más encumbrados de los sectores involucrados en cada área. A contramano del pasado, cuando, solo por recordar algunos, en la definición del ministro de Educación tallaba la Iglesia; en Justicia, los colegios públicos de abogados; en Industria, la UIA; en Agricultura, la Sociedad Rural Argentina; y la cartera de Economía se repartía según la rosca del momento entre los distintas fundaciones que se tiraban de las mechas por colar sus voluntades.
En el despertar de la convertibilidad, Domingo Cavallo articuló una pax inédita entre fracciones contradictorias del capital. La que, agotada, agravó el cuadro del naufragio de 2001. Fernando De La Rúa lo convocó de regreso para reflotarla, creyendo que con eso salvaría al modelo que lo había consagrado. No se podía, no se pudo, y si la cosa se saldó a sangre y fuego fue porque esa divergencia ardía. No se puede todavía pronosticar lo mismo del loteo que practica Macrì: descartadas coincidencias ideológicas por obvias razones, sí sería deseable que imitara de Néstor Kirchner y de CFK sus empeños por domesticar factores extrainstitucionales a la legalidad.
De seguro es en esas perpendicularidades que se juega una gran porción de su futuro.