Las cosas pueden definirse, fundamentalmente, de dos maneras. Por su esencia o por su existencia. Por sus ideas o por su realidad material. En base a un supuesto espíritu que preexiste a todos los elementos que pertenecen a un conjunto y los hace ser lo que son o simplemente por lo observable que tienen en común todas esas cosas, más allá de lo que ellas digan ser y prescindiendo de la discusión acerca de la supuesta idea inmaterial presente adentro de la corporeidad de cada una. Los movimientos políticos también pueden definirse así. Por una supuesta doctrina ahistórica siempre idéntica a sí misma que se manifiesta en distintos dispositivos en cada época, o por el mismo dispositivo, la misma maquinaria, que puede servir a fines diferentes según el momento del tiempo. Según la década. Mal que le pese a los “auténticos”.
El menemismo fue peronismo. Fue el peronismo de fines del siglo xx, el peronismo neoliberal, de la globalización, de los mercados, aperturistas, destructor de nuestro modelo productivo y al servicio de las finanzas internacionales. Pero fue peronismo. Una vez un peronista me dijo que el peronismo “se lee de afuera hacia adentro”. Los momentos políticos globales o regionales servirían más que la realidad interna del país para predecir qué tipo de peronismo corresponde a cada época. Si hay un momento histórico en el que la tesis funciona es en los ’90. A un mundo unipolar con los Estados Unidos avanzando aceleradamente sobre las tierras vencidas corresponden más las relaciones carnales que la tercera posición. Entre otras cosas porque la segunda había desaparecido. El menemismo fue el PJ más los liberales. Eso fue el peronismo de los ’90. Porque tenía los mismos votos, la misma maquinaria, los mismos sindicatos y conducía a la misma identidad política. Que odiemos a esa conducción del peronismo es un problema distinto. Que creamos que destruía lo que el peronismo mismo había creado y por eso no fuera “auténtico” es atendible. Pero el peronismo de los ’90 era Menem. Al menos el mayoritario, en votos y en poder real. Es decir, en lo más importante.
El kirchnerismo también es peronismo. Es el peronismo que a nosotros nos volvió a enamorar. O hasta nos enamoró por primera vez, a algunos. Es el peronismo del posneoliberalismo a nivel regional. Del antiimperialismo. De Latinoamerica plantándose ante Estados Unidos y rompiendo las cadenas de las relaciones carnales. Es el peronismo de la reconstrucción de la Argentina Peronista. O al menos del comienzo de ese proceso titánico. Es el peronismo de la revisión de los setenta, de dejar de hacerse los boludos, de saldar muchas deudas del proceso democrático. Es el peronismo pos-2001. Es un peronismo maravilloso que pone a la Argentina de nuevo de pie y le abre un futuro promisorio. Pero es peronismo. Es el peronismo de los 2000: PJ más progresistas. Una década después del menemismo, otra vez el peronismo es el PJ menos algunos de adentro que rompen y más algunos de afuera que vienen. Lo que ayer entraba al movimiento por derecha, hoy entra por izquierda. El Kicillof de hoy es el Alsogaray de ayer. La simetría es casi perfecta. El problema surge sólo cuando estas etapas (buenas o malas) del movimiento, comienzan a creer que ellas mismas son algo nuevo.
El peronismo tiene un capítulo por década. A veces más, a veces menos. Sobrevive desde hace setenta años como la identidad política mayoritaria de los argentinos. Y es la identidad política popular. A veces sus capítulos nos gustan más, a veces menos. A veces los amamos, a veces los odiamos. Cuando entramos en una década en la que su conducción no nos representa, incluso podemos decidir entre quedarnos adentro o construir desde afuera. Ambas posiciones son discutibles y nosotros por supuesto tenemos una posición sobre eso. Pero lo grave no es errar en esa decisión sino pifiar ya desde el diagnóstico mismo. Creerse más de lo que uno es. Creer que un capítulo maravilloso de la historia del peronismo es más que el peronismo. Que lo supera. El problema de esa lectura es que esa supuesta superación, aun si existiese, no sería real (votos) sino ideal (doctrina). Los votos siguen siendo del peronismo, más allá del capítulo de su historia en que se encuentre. Y el problema de apostar a una supuesta superación ideal que no se traduce en tener más votos es la consecuencia que eso implica. La realidad tiene un modo particularmente cruel de despertar a los románticos. Y en la política el verdugo de los soñadores son las urnas.