El martes último, me tocó ser, casi, protagonista de un episodio trágico, de esos que sacuden. El asesinato de un cerrajero a manos de un abogado que abrió fuego fallidamente a plena luz del día contra dos motochorros, que hacía segundos le habían arrebatado su mochila llena de dólares de dudosa legalidad, ocurrió a metros de la puerta del edificio donde trabajo cada mañana. Escribo en primera persona, cosa que detesto, y pediré disculpas desde ahora por ello, prometiendo evitar la reincidencia. Pero, en este caso, me resulta ineludible, pues el hecho me rozó. Había entrado a la oficina apenas diez minutos antes. Pero no es fijo ese horario, por lo que bien pude haber quedado en medio de la balacera. Y no se trata sólo de eso, que de por sí ya sería bastante para sentirse afectado. Es más profundo, todavía.
En los años recientes, y en especial por mi condición de militante kirchnerista y mi profesión de abogado, he participado muchísimas veces en debates sobre la aptitud del agravamiento de penas como método para combatir el delito. Aquí no se intentará negar ese problema, más vale. Más aún: la polémica en torno a la inseguridad es lo que motiva su derivada, referida a las vías posibles de solución. Aunque mi especialización es en Derecho del Trabajo, la opinión del cuervo es siempre requerida cuando surge el tema, controvertido, en la mesa del café.
Más cuando alguien se asume, como yo, enrolado en la tropa que orienta en esa materia Eugenio Zaffaroni en el debate de bibliotecas que siempre alberga el Derecho, dada la campaña sucia que sufre el ex ministro de la Corte Suprema de Justicia. A quien, de modo canalla, se acusa de afinidad con el crimen. Ofensa que no repara en la realidad ni en el respeto que merecería el jurista argentino de mayor renombre internacional, de los pocos que se ha desempeñado con éxito resonante en tales ligas en nuestra historia jurídica.
Siempre he formado en las filas del repudio a la mano dura, a la pena de muerte, al gatillo fácil, a la mal llamada justicia por mano propia y a demás formatos de respuesta violenta al delito.
Por razones sencillas: no existen a nivel global ejemplos que avalen la conveniencia de adoptar ninguna de las tres primeras variantes; y para refutar la cuarta, alcanza apenas con echar un vistazo al video de la catástrofe del microcentro porteño en comentario.
¿Por qué no conviene tomar las armas uno mismo, entonces? Porque lo más probable es que la termine ligando un inocente. No debería haber sido distinta la respuesta en caso que el asesino hubiera acertado en sus disparos, pues ello supondría respaldar una lógica que, tarde o temprano, culmina en lo mismo. Se comentó que el homicida es “un loquito”. Falso: a partir de ciertos esquemas conceptuales, que incluso cuentan con irresponsables apoyos de elites decisionales de las que cabe esperar ejemplos civilizadores, lo ocurrido es normalidad.
¿Qué otra cosa cabía esperar si desde arriba se agitan el rencor y la violencia?
Se comentó que el homicida es “un loquito”. Falso: a partir de ciertos esquemas conceptuales, que incluso cuentan con irresponsables apoyos de elites decisionales de las que cabe esperar ejemplos civilizadores, lo ocurrido es normalidad. ¿Qué otra cosa cabía esperar si desde arriba se agitan el rencor y la violencia?
A menudo, uno, cuando aporta estas reflexiones, recibe como respuesta que dejará de pensar así el día que “le toque”. Bueno: por fin me ha “tocado”. O casi, pero tanto da.
Lo que me podría haber sucedido a mí es caer acribillado como consecuencia de la puesta en práctica de la Ley del Talión modernizada. Cuya aplicación, dicen, curaría todos nuestros males. Ya quedé habilitado ad hominem para reafirmar mis convicciones antipunitivistas.
Nada de lo hasta aquí dicho implica negar la discusión relativa a la deficiente tarea estatal en el área de seguridad, ni el castigo que merece quien infringe la ley. Pero comerse al caníbal nunca soluciona nada. En 2014, durante algunas semanas, llegó a generar angustia una ola de linchamientos a distintos malvivientes por situaciones menores. (Digresión: menores para la legalidad, que se entienda; no para sus víctimas, cuyos enojos son siempre comprensibles: el problema son quienes se cuelgan de eso para traficar ideología represiva).
Opiné acerca de aquel drama a través del expediente de Fernando Carrera, a quien la Policía Federal, literalmente, le armó una causa en el año 2005, acusándolo de triple homicidio culposo, lesiones graves y leves, abuso de arma de fuego y portación ilegítima de arma.
Se trata de crimen organizado por la propia fuerza, que aún se busca ocultar tras la imputación falsa de Carrera. La Corte Suprema anuló en 2012 las sentencias condenatorias, firmadas en 2007 y 2008, por irregularidades procesales (fórmula jurídica que corresponde a la maniobra tendida contra el perejil en cuestión). Ordenó dictar un nuevo fallo en base a sus señalamientos. No obstante ello, en 2013 la Cámara Nacional de Casación Penal volvió a penarlo: obvio, lo contrario descorrería un velo tras el que subyacen podredumbres que los involucran (a jueces y policías) peligrosamente. Todavía está a la espera de que el máximo tribunal trate el fondo de la cosa, pues hasta aquí intervino sólo en cuanto al procedimiento.
En todos estos trámites, el damnificado de una trama cuya roña fue llevada al cine –para ser puesta en su indiscutible evidencia– ha perdido ya once años de su existencia.
La tarde de los hechos, herido Carrera de bala por el fusilamiento policial a que fue sometido luego del desastre, la gente que andaba por allí, enardecida, pretendió volcar la ambulancia que socorrió al que entonces se creía criminal. Semejante bestia, gritaban, no merecía siquiera esas atenciones. A lo largo de este asunto, como se observa, sobró Estado, si por tal se entiende acción de las fuerzas de seguridad y de los órganos encargados de aplicar Derecho, a diferencia de lo que se oye para justificar la (mal llamada) justicia por mano propia.
Los daños que fallos (en todos los sentidos del término) corrompidos hicieron a Carrera podrán ser, eventualmente, reparados; si en cambio lo hubiesen asesinado aquel día de 2005, no.
Tampoco se puede hacer nada por el cerrajero, salvo aprender de su desgracia: no será poco.
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Renuncia. El Senado nacional culminó los trámites para el reingreso de Argentina a los circuitos de valorización financiera. No queda ya mucho por decir sobre el tema, sobradamente tratado en esta columna. Mariano Grimoldi, en su debut en este sitio el lunes pasado, trituró el argumento de “deuda para infraestructura”, único con algún atractivo del embuste amarillo. Sandra Giménez, senadora misionera del Frente para la Victoria-PJ, aunque acompañó la iniciativa oficial, por lo menos optó por la sinceridad: no cree, dijo, en la cortina de humo de la obra pública, en las promesas de futuras lluvias de inversiones, ni en ninguna otra cosa de lo que alega al respecto el gobierno nacional, al que descalificó con dureza. No obstante, votó a favor de este proyecto para otorgarle a Mauricio Macri la herramienta que, según explicó, le urge para gobernar (“esto o el caos”, amenazó, conviene recordar). De este modo, se queda sin excusas. En adelante, será exclusivo responsable de su suerte, concluyó su intervención la legisladora mesopotámica.
El economista Alejando Barrios, en ejercicio autocrítico, coloca las culpas por el pacto buitre en el FpV-PJ. Mejor dicho, en quienes, a su juicio, no hicieron lo suficiente por el triunfo de Daniel Scioli en 2015. La gente votó liberales para solucionar este asunto, y así proceden ellos, razona. Esto se habría evitado militando más y mejor al candidato propio en las elecciones presidenciales
El economista kirchnerista Alejando Barrios, de respetabilísima trayectoria y formación, en ejercicio autocrítico, coloca las culpas por el pacto buitre en el FpV-PJ. Mejor dicho, en quienes, a su juicio, no hicieron lo suficiente por el triunfo de Daniel Scioli en 2015. La gente votó liberales para solucionar este asunto, y así proceden ellos, razona. Esto se habría evitado militando más y mejor al candidato propio en las elecciones presidenciales.
Es bastante dudoso que la gente haya votado esto, más allá de que la sucesión de hechos relatada por Barrios es tal cual, y que la reflexión interna nunca será poca por los errores que dieron lugar a una alternativa que vino a resolver por las malas lo que el kirchnerismo debió haber encarado con cuidado de los sectores populares. Pero, de hecho, el capítulo buitre fue de los pocos que cortaron transversalmente a la sociedad a favor de la tesitura que entonces guiara el comportamiento de la ex presidenta CFK. Y es dudoso que su cierre formara parte de las prioridades de algún votante; sea de Macri, ora de Scioli. Además, Cambiemos basó su campaña electoral en desmentir lo que llamó campaña del miedo del kirchnerismo en su contra; básicamente, el pronóstico casi exacto de los días que hoy atravesamos.
El paisaje institucional argentino se compone de mucho más que el sufragio de aquella segunda vuelta. La representatividad del 49% derrotado tiene basamentos mucho más sólidos que la cifra en sí. Cuesta entender los motivos que llevaron a los depositarios de esos intereses prefirieron abstenerse en el uso de sus facultades para, por lo menos, condicionar en algo un acuerdo respecto del cual incluso hubo competencia entre ellos mismos para vituperarlo. El giro republicano borró los disensos en esta materia; que, a no dudarlo, los hay de sobra.
La lógica de Giménez es impecable, salvo por el detalle de los costos humanos que supondrá.