¿Por qué fracasó Massa?

En la Argentina el bipartidismo ya no existe. Durante más de medio siglo pudo sostenerse la existencia de dos partidos, maquinarias electorales o identidades políticas fuertes. El justicialismo y el radicalismo. Los dos, emergentes de los movimientos populares más importantes del siglo veinte argentino. Los dos movimientos históricos. Entre ellos se repartieron la victoria en cada elección presidencial y el gobierno en cada período democrático del país. Sin embargo, ese bipartidismo siempre fue asimétrico. En realidad hasta 1983 el radicalismo no había ganado jamás electoralmente al peronismo en una contienda sin proscripciones. La siguiente derrota presidencial del justicialismo fue en 1999, aunque esta vez no lo venció la UCR sino la Alianza entre ese partido y el Frepaso, que había salido segundo en las presidenciales de 1995. Nos enseñaron que el 2001 fue la crisis de los partidos. Catorce años después podemos decir que, si bien debilitó a varios partidos y puso en cuestión a la política en general, más que la crisis de los partidos fue la crisis del partido. Fue la crisis del partido radical. Desde ese momento hasta hoy (y salvando el caso hipotético y sorpresivo del Pro, que probaremos en dos meses), las presidenciales argentinas parecieron ser competencias con un solo contendiente con chances de ganarla: el justicialismo.

Si hay un solo partido con chances de ganar, es esperable que lo más atractivo de cada elección sea la definición de su interna. Que todo aquel que quiera “llegar” juegue “por adentro”, independientemente de su plan de gobierno y de los intereses a los cuales quiera responder. Sean los intereses populares, los de los grupos empresarios o los transnacionales. Una forma posible de definir las pujas de facciones dentro de un partido político son sus elecciones internas, abiertas o cerradas. Pero no son la única. El peculiar modo que encontró el justicialismo para definir sus luchas intestinas fueron las elecciones legislativas de la provincia de Buenos Aires. En la última década, el significado político de esta elección en particular trascendió el conteo de cuantos diputados o senadores se llevaba cada facción de esa contienda. Todos sabíamos que se jugaba algo más: la conducción del peronismo. Es Buenos Aires porque es el distrito más grande y donde el justicialismo inclina la balanza nacional. Es en las legislativas porque en ellas no se arriesgan cargos y por tanto todos tienen más margen para “jugar”. El peronismo fue dividido en las últimas tres elecciones legislativas bonaerenses. Cristina le ganó 43 a 15 a Chiche Duhalde. De Narváez 35 a 32 a Kirchner. Y Massa 44 a 32 a Insaurralde. Las tres fueron la disputa del Estado nacional contra un conjunto de intendentes díscolos que buscaron en esas contiendas “esmerilar” al gobierno, disputarle la conducción del justicialismo.

En las ejecutivas, la historia es otra. Nadie tiene margen para apostar. Cuando hay que renovar intendencias y gobernaciones (y presidencia), nadie puede darse el lujo de perder, ni siquiera “por muy poquito”. Porque perder por dos o por mil significa a fin de cuentas lo mismo: quedarse fuera del poder. Por lo tanto, fuera del juego. Si los microgobernadores que son los intendentes del conurbano pueden en las legislativas salirse del partido de gobierno, del Frente Para la Victoria, para apostar al desgaste del poder central (y por tanto su relativo crecimiento interno), en las ejecutivas no pueden “sacar los pies del plato”. No pueden jugar a perdedor. Sea con el gobierno o contra él, tienen que asegurarse reelegir su municipio o su provincia colgándose del candidato que gana. Más allá de sus posiciones ideológicas (los que las tienen), no pueden hacer otra cosa que apostar al “más competitivo”, aunque no sea para ellos “el mejor”. Opera algo incluso más fuerte que el simple pragmatismo en esta decisión: opera el mismo instinto de supervivencia. No renovar es quedar fuera del juego político. Y volver es dificilísimo. Por eso, en las ejecutivas los patitos se ordenan. Todos en la misma boleta. El factor aglutinante, el núcleo de cohesión del justicialismo es un elemento muy sencillo: la victoria. En 2007, el justicialismo obtuvo 46 puntos en la provincia de Buenos Aires. En 2011, 56. En ambas las demás expresiones peronistas fueron marginales. De partirse 50/50 pasa a partirse 90/10.

Hasta diciembre de 2014, había dos precandidatos presidenciales con serias chances de ganar que se disputaban la identidad (y más importante, la estructura) del peronismo. Uno era Scioli, el otro era Massa. En vistas del análisis que hicimos arriba, todo indicaba que inevitablemente uno de ellos iba a ser el candidato “único” del peronismo para agosto. Y que el otro iba a ser un outsider. Que el peronismo no podía y no puede partirse 50/50 en una presidencial. Y que cuando uno de ellos le sacara un cuerpo de distancia al otro, todos los actores decisivos del peronismo (los que manejan buena parte de los votos) iban a jugar a ganador. En un efecto dominó, con la crudeza y la sencillez con la que lo vimos operar en las últimas semanas. En menos de un mes y con la simpleza de sacarse una foto en una mesa y difundirla en las redes, uno a uno los intendentes fueron, de manera consecutiva y realizando una maravillosa profecía autocumplida, “eligiendo” al candidato ganador y condenando al otro al olvido. Hay que reconocer que Scioli tenía ya a fines del año pasado todas las ventajas sobre Massa para ser el candidato “único” de los peronistas. En primer lugar, seguía perteneciendo al partido. Segundo, gobierna la provincia más grande del país, y por tanto cuenta con todos los recursos necesarios para financiar los enormes costos de una elección presidencial. Esto es lo que Massa hoy más sufre y apura sus definiciones, que se hacen cada vez en contextos menos favorables. El último factor, que recién se consolidó este año, fue la imagen positiva con que la Presidenta está terminando su mandato. Massa, al igual que antes De Narváez, cometió un error muy común en política: no supo identificar correctamente cuál era la fuente real de la cuota de poder de la que él circunstancialmente gozaba. Hoy lo está pagando carísimo.

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Martín Schuster

Sociólogo (UBA) // Twitter: @MartinSchus