Si bien pocos, existen en Argentina ejemplos de pensamiento opositor de tipo -por definirlo de modo breve y contundente- estructural; entendiendo por esto el que se aleja, para estudiar escenarios políticos, de las cualidades de sus protagonistas. O que, por lo menos, no hacen de ello el eje central de sus planteos. Amplían el foco y agregan mucha mayor cantidad de elementos en la coctelera. Procedimientos tales, además de acercar el análisis a la precisión en mucha mayor medida, implican la aceptación del otro, toda vez que desecha el clivaje terminante bueno/malo. Con la perversidad no se puede transigir. Ergo, se canaliza la diferencia por vías racionales, pacíficas.
Hay, así, quienes eligen no sumarse a la comparsa para la cual cualquier cuestión de la realidad nacional se explica en la maldad intrínseca que imputan a la fuerza gobernante. Exploran en causalidades más profundas y complejas. Para esta corriente, entonces, las deficiencias que advierten en la vida pública se explican, más que en Néstor Kirchner y Cristina Fernández, en el desequilibrio institucional que se derivó del estallido de 2001 sobre la competencia electoral.
Con la caída del gobierno de Fernando De La Rúa, argumentan, colapsó la Unión Cívica Radical, representación histórica de los sectores medios -con toda la imprecisión que esa categoría supone- en nuestro país. Lo que trajo el predominio, casi hegemonía, del peronismo. Y subsiguientemente, una degradación en la calidad gubernamental, toda vez que el oficialismo carece del incentivo de una oposición competitiva; dicho sencillo, capaz de reemplazarlo a corto plazo.
No hace falta compartir el fondo de este alegato para elogiarlo, en tanto en estos términos sí resulta posible establecer un debate ideológico. La moral, en cambio, es materia de iglesias.
Desde el peronismo se contesta a esto que lo que se reconfiguró, antes que el radicalismo, fue su base sociológica. La miserabilización planificada estatalmente a partir de las gestiones de Celestino Rodrigo y, sobre todo, José Alfredo Martínez de Hoz en el Ministerio de Economía hizo trizas, cuantitativamente hablando, a las viejas clases medias en que se apoyaba el partido fundado por Leandro N. Alem. Devino en cáscara sin pulpa. Luego, su incapacidad para readecuarse a los nuevos tiempos extendió esa esterilidad a extremos catastróficos. Dialogan con un pasado ya extinto.
A contrario sensu, los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, al tiempo que desarrollaron estrategias de solución para el flagelo de la indigencia extrema, fueron reconstituyendo, siquiera en parte, los segmentos que habían caído en la pobreza a la situación previa al epílogo delarruista.
Discusiones acerca de la magnitud de estos avances del kirchnerismo al margen, lo cierto es que la ampliación de la electorabilidad del movimiento que fundara el general Perón, entre sus distintas acepciones, se debe fundamentalmente a que supo darse una renovada estrategia de intervención fronteras afuera de su siembra tradicional, la clase obrera organizada. De hecho, de no haber tomado el peronismo nota del dato del debilitamiento de la formalidad laboral y de las tasas de pleno empleo, probablemente habría desembocado en idéntico drama que su tradicional adversario.
Incluso su división interna jugó también un rol importante en todo este proceso.
El espacio nunca estuvo unificado del todo desde que se fracturó antes de la campaña presidencial del año 2003 por la pelea entre los ex presidentes Carlos Menem y Eduardo Duhalde. Existe, sí, una fracción abrumadoramente mayoritaria que ordena los órganos esenciales del mecano, el Frente para la Victoria. Pero, como bien apunta Manolo Barge, eso ha convivido doce años con distintos desprendimientos sin que el partido ni la conducción gubernamental hayan movido un dedo por impedirlo. José Manuel De La Sota, Adolfo Rodríguez Saá y las distintas y repetidas rebeliones que en distintas medidas se sucedieron en la provincia de Buenos Aires. Barge entiende que fueron funcionales al kirchnerismo, porque no dejaron que la oposición se quedara con ese electorado.
Es a la luz de este desarrollo que conviene pensar la foto con que los distintos referentes opositores caratularon la escalada demencial que inauguraron la tarde de los comicios tucumanos.
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Daniel Scioli necesita que la elección presidencial se delibere sobre la dicotomía peronismo/antiperonismo, que no a favor o en contra del actual gobierno nacional. La presidenta CFK está habilitando, con distintos gestos, cediendo espacio a su candidato, que así sea.
Se trata de ofrecer una perspectiva renovada al cabo de un ciclo histórico de doce años, cuyo desgaste es natural. La posibilidad para el sucesor de realizar una oferta singular, aunque no necesariamente contradictoria, respecto de la conducción vigente. Dicho brutalmente -aceptando el riesgo del yerro-, regar las siembras de De La Sota y Rodríguez Saá. Suturar el tajo con que coexistió el kirchnerismo en la representatividad peronista durante una década y monedas, por motivos que no cabe cargarle y que no viene al caso problematizar.
La imagen que congregó a Margarita Stolbizer, Maurizio Macrì, José Cano, Sergio Massa y Ernesto Sanz peca, porque deja que el enojo penetre en la capacidad de reflexión. El fraude es sinónimo de peronismo, en tanto éste lo es, per se, de degradación de la calidad republicana. Significa, lisa y llanamente, una renuncia a la porción de ese sufragio no enrolada con el FpV.
Ese quinteto produjo una maniobra expulsiva con la reunión en comentario. Pensaron en una señal de cara al balotaje, olvidando que antes tienen un octubre arduo. O tal vez desesperados por ello.
A nadie se niega un vaso de agua, ni a ningún peronista su Unión Democrática. Sonrisas en La Ñata.