Es la (mala) cara de los pobres

Marcos Peña, jefe de gabinete de ministros y uno de los voceros principales del gobierno de Maurizio Macrì, salió, a través de Facebook, a terciar largamente en la polémica desatada alrededor del recibimiento helado que dedicó el papa Francisco a la visita del presidente argentino. Primer dato: existe controversia al respecto; independientemente del deseo oficial, eso ya es un hecho, que motiva a uno de los más influyentes de la mesa chica amarilla a exponerse. Segundo: las expectativas que los cambistas tenían depositadas en este encuentro fueron defraudadas, y ahora van a por el objetivo de mínima: el control de daños. Acusaron el golpe. De otro modo, callarían.

Tratándose de un gobierno que, como se dice en el tenis, viene metiéndolas todas adentro –lo cual no sorprende, siendo que todavía disfruta de su luna de miel–, la novedad impacta. El aparato de propaganda M se encendió de inmediato, para disputar una escena de adversidad.

Luis Novaresio le buscó una vuelta inteligente al desprecio papal: admitió que fue así la cosa, en vez de negar lo evidente; y que el contraste con sus tertulias con la ex presidenta CFK no puede ser mayor. Pero no importa, se contestó a sí mismo, porque estamos en un país laico; y como tal, casi no interesa políticamente el Santo Padre. De hecho, no erra tanto: de Gustavo Vera a Julián Domínguez, pasando por su activa preferencia por el Frente para la Victoria nacional en 2015, la totalidad de sus apuestas electorales naufragaron. Carlos Pagni, por su parte, decidió recobrar su habitual racionalidad, que conviene no subestimar. Venía del extremo seissieteochesco de escribir que Macrì podría llegar a influir en el curso de los comicios presidenciales norteamericanas a celebrarse en breve. Pasó Sandra Russo y dijo que le parecía demasiado.

En cuanto al fracaso vaticano del Presidente, en cambio, optó, como Novaresio, por asumirlo como tal, del mismo modo que la decisión del ex jefe de gobierno de funcionar en otra sintonía que la del Papa. Pero señaló asimismo que Francisco incide en la vida pública argentina por medio de vínculos con organizaciones que representan al segmento desclasado de los sectores populares, que no tanto con el sindicalismo clásico, ya insuficiente para abarcar por completo la cuestión social. Y que los encargados del área en la CEOcracia preferirían una mejor relación con el Sumo Pontífice.

En sentido parecido a esto último, el periodista Ignacio Zuleta, especialista tanto en expedientes diplomáticos como de religión, casi que había anticipado estos desencuentros en su blog: “Explicar que el Papa va a defender todas las banderas pobristas que se alcen de un lado o del otro, ya fueran las del clericalismo de indias que profesen los curas criollos, o las del veterocastrismo de los ancianos hermanitos Castro, es totalmente esperable en cuanto a doctrina y a pastoral. Es la letra evangélica y es además la estrategia de Roma para sostener su proyecto de intervención en el mundo público. Quien espere de la Iglesia Católica otra cosa, que se haga protestante.”

Ahí está el quid del embrollo. Argentina tiene una tradición reivindicativa mucho más gruesa que la de cualquier otro país latinoamericano: por aquí pasó Juan Domingo Perón, y no en vano.

Más allá de la persistencia o no de una identificación peronista. Martín Rodríguez acierta en que el trabajador argentino “tiene una identidad potente que sobrevive a la condición laboral misma: puede estar desempleado pero es trabajador”. Entonces, si bien hay que aceptar que no es significativo lo que Francisco podría mover políticamente a un océano de distancia –además, ni lo intentaría–, sería desaconsejable menospreciar su precisión como termómetro de los ruidos que laten en los subsuelos de la sociología nacional. Su cara de pocos amigos expresaba el malestar del pobrismo, que no sólo está siendo el pato de la boda en términos reales, sino también simbólicos, pues no faltan quienes les reprochan el atrevimiento de aspirar a comer un asado por semana. Se le llama revancha.

Si bien hay que aceptar que no es significativo lo que Francisco podría mover políticamente a un océano de distancia, sería desaconsejable menospreciar su precisión como termómetro de los ruidos que laten en los subsuelos de la sociología nacional

En Intratables, y militando el ajuste, el economista ultraliberal Agustín Etchebarne, que entre otras cosas ensalza la memoria de Álvaro Alsogaray –lo que explica como nada lo que sigue–, dijo que el problema de la economía argentina es que «21 millones de personas reciben algún cheque del Estado, y eso es impagable». Este concepto asombroso, que trata a los jubilados como subsidiados, es por lo menos mejor que el del también ortodoxo fanático José Luis Espert, quien pretende que se crea que el déficit fiscal actual se funda en la “abultada” planta de empleados estatales.

Es cierto, como dijo Carlos Melconian, cerebro económico máximo del nuevo gobierno nacional, que el nivel de gasto público de estos tiempos se disparó a partir de las moratorias previsionales del kirchnerismo, que solucionaron décadas de desidia planificada del Estado en política laboral. Caso contrario, hoy cinco millones de ancianos estarían a la intemperie absoluta. Lo que deberían responder todos aquellos que se quejan por eso es qué habrían hecho de haber estado ellos en el lugar de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández. Cómo habrían resuelto.

Y cómo se compaginan esas críticas con las que, a la vez, recalcan el todavía escaso poder adquisitivo de muchos de los haberes jubilatorios, lo que también resulta indiscutible.

Macrì tomó una ruta mucho más corta: como sería antipático quitarles a diez millones y medio de individuos los cheques que hoy reciben del Estado –para utilizar la terminología de Etchebarne–, lo que hizo fue habilitar una maxidevaluación que recortó la capacidad de compra de tales a la mitad –por lo menos, y con suerte-. La segunda etapa del programa es la que se empieza a litigar ahora, entre paritarias y actualizaciones de jubilaciones y AUH. Que para que se salde con éxito el equilibrio de la macroeconomía cómo lo ha pensado Cambiemos, deben quedar por debajo de los porcentuales de inflación, embravecidos desde fines de octubre pasado.

De la incertidumbre acerca del desenvolvimiento de ese propósito presidencial surgen las tensiones en materia cambiaria, que se aceleraron la última semana, luego de una salida del cepo inicialmente calma. El otrora inevitablemente kirchnerista Diego Bossio habría pecado de apresuramiento. El mercado le creyó –a fin de cuentas, es tropa propia– a Alfonso Prat Gay… pero sólo por un ratito. Las promesas sobre las que se diseñó la liberación del dólar no se cumplen hasta tanto Macrì no demuestre aptitud para encuadrar la contenciosidad social. Pero, así, la devaluación se agrava; y, a su vez, las chances de lograr ese disciplinamiento disminuyen. ¿El huevo o la gallina?

Para que no se note, se construyen cortinas de humo con ñoquis, con la prisión inconstitucional de Milagro Sala y con un llamado a indagatoria a CFK imputándole haber hecho política monetaria.

Macrì tomó una ruta mucho más corta: lo que hizo fue habilitar una maxidevaluación que recortó la capacidad de compra de tales a la mitad. La segunda etapa del programa es la que se empieza a litigar ahora, entre paritarias y actualizaciones de jubilaciones y AUH

Seguirán cobrando todos, pero menos: eso es lo que está sucediendo. Ya que se hizo alusión a Álvaro Alsogaray, bueno sería concluir este texto diciendo que, en realidad, Máximo Kirchner no inventó nada cuando dijo que los números con la gente afuera los cierra cualquiera.

En esa refriega estamos, más o menos, desde 1955. Todo se recicla.

* * *

El apuro, un mal consejero. En 2014, mientras negociaba con los fondos buitre sobre la hora de lo que de manera errada se llamó default técnico, no faltaron quienes le sugirieran al entonces ministro de Economía, Axel Kicillof, que cumpliera el fallo del juez neoyorquino Thomas Griesa antes del vencimiento de la famosa cláusula RUFO (la que impedía a Argentina ofrecer mejores condiciones de canje al 8% de sus acreedores no reestructurados que al 92% restante, que sí habían acordado, so pena de extender esas ventajas en forma unánime), argumentando que ella no se activaba en caso de órdenes judiciales sino sólo en el supuesto de actos soberanos voluntarios.

Kicillof fulminó esas –por así decirles– recomendaciones de modo muy sencillo: pidió que algún abogado certificara con su firma tal interpretación. Como era de esperarse, habida cuenta la magnitud del disparate conceptual que suponía, nunca apareció ninguno.

La cláusula RUFO era una garantía automática a favor de los acreedores reestructurados, con la que se hacían del 100% de su deuda sin necesidad de reclamo judicial. Pero nada asegura, al menos a primera vista, que a futuro no puedan pedir en tribunales igual trato que el obtenido ahora por Paul Singer del motu proprio del nuevo gobierno argentino (75% de sus créditos, en vez del 35% que hasta el día de la fecha vienen cobrando puntualmente, salvo escollos del propio Griesa).

No sobraría, entonces, que Prat Gay incluyera algún reaseguro jurídico contra hipotéticas nuevas demandas de los acreedores hold in en su propuesta legislativa de arreglo de la deuda hold out.

¿Encontrará algún letrado que lo avale antes del próximo 14 de abril?

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Pablo Papini

Abogado (UBA) // Twitter: @pabloDpapini